Había
nacido en Rosario, el 1 de agosto de 1875 donde realizó sus estudios
primarios y secundarios para seguir, en 1894, la carrera de derecho en
la Universidad de Córdoba a los 19 años.
Al
mismo tiempo que comenzó su vida universitaria, se inició en la vida
política. Y en ese camino descubrió al caudillo que seguiría toda su
vida: a Hipólito Yrigoyen y participó en la revolución de 1905, cuando
tenía treinta años, terminando preso, por primera vez.
En
1912, a los 37 años, después de la sanción de la ley Saenz Peña, fue
elegido diputado nacional. Ese mismo año, lo eligieron en el seno de su
partido para encabezar la fórmula para gobernador de la provincia de
Córdoba, posibilidad que rechazó pues había sido elegido para el cargo
de diputado y no podía defraudar a sus electores. Cuatro
años después, cuando él contaba 41, fue elector de la fórmula Yrigoyen -
Luna y, nuevamente, diputado nacional por Córdoba.
Entre
1916 y 1918, enfermo, fue ministro de Guerra -cargo del ejecutivo que
equivale al del actual ministro de Defensa- y de 1918 a 1921 -entre los
43 y los 46 años de edad- fue Jefe de Policía de la Capital. En 1921,
además, fue elegido presidente de la Unión Cívica Radical.
Y luego, la historia grande.
Renunció
a ese cargo y participó en la puja electoral. Volvió después a la
jefatura de Policía. Y en los comicios presidenciales del 2 de abril de
1922, integró el segundo término de la fórmula triunfante, junto al
aristocrático Máximo Marcelo Torcuato de Alvear, en los años de la
Argentina venturosa, llena de futuro, de sueños, de proyectos y, por
eso, de esperanzas. Ganaron por 460.000 votos, contra 370.000 de todos
sus opositores. En ese gobierno, nuestro hombre representaba la línea de
Yrigoyen. Era, además, -como vicepresidente de la República- Presidente
del Senado, donde fue permanentemente atacado por los alvearistas, en
un radicalismo partido en dos.
En
1928 fue ministro del Interior, durante la segunda presidencia de
Yrigoyen, hasta las vísperas de la revolución del 6 de setiembre de
1930, que derrocó a su jefe. Luego, la prisión, hasta los 57 años. Y un
largo período de alejamiento de la política, cuando, muerto Yrigoyen,
prefirió seguir otros caminos, los del ciudadano común, que nada extrajo
de la vida pública para sí.
En
1945, cuando tenía 70 años, retomó la bandera yrigoyenista: un último
alarde de lealtad a las ideas que él creía que encarnaba el líder que
había seguido fervorosamente. Y después nada conocido, excepto que un
día, como cualquier otro, en su vejez, rechazó toda pensión del estado que le correspondiera.
Lo
recordamos, había sido: diputado nacional, ministro de Guerra, jefe de
Policía, vicepresidente de la República, ministro del Interior y,
finalmente, preso político durante dos años, tras el derrocamiento del
gobierno democrático de Yrigoyen, que integraba.
Y hasta en la hora de su muerte (18 de Octubre de 1951, en Bs. As.) fue austero, humilde. Esto dejó escrito en su testamento:
“Pido
ser enterrado con toda modestia como corresponde a mi carácter de
católico, como hijo del seráfico padre San Francisco, a cuya Tercera
Orden pertenezco, suplico con amor de Dios, la limosna del hábito
franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón
de mis pecados y el sufragio de mi alma ”.
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