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Una anécdota en un tranvía
Cierto
domingo de un frío invierno, al mediodía, un anciano, pesándole más los
años que el maletín de gastado cuero cargado de betún y anilinas
Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida, vistiendo un traje
gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a un tranvía.
Después de sacar el boleto se sentó al lado de un señor que venía leyendo un libro.
-“Cantos de vida y esperanza”, un buen libro de Rubén Darío. -le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.
El anciano contaba ahora, algunas monedas que había obtenido de la venta del día..
-Y sí, es él,
-pensó el lector; ese al que ahora se le caía una moneda de un peso y
se levantaba cansinamente a recogerla. Era él, el mismo que decían que
vivía en un cuarto de la calle Cerrito que se venía abajo; el mismo que
había rechazado una pensión que le correspondía; el amigo de Yrigoyen;
el vicepresidente de Alvear... el que tampoco aceptó una casa que el
gobierno quiso darle para que viviera como merecía. Sí, era Elpidio Gonzalez.
El
viejo político, con la moneda recuperada en su mano, jadeó un poco. Se
había agitado al agacharse a recogerla. Y, como justificándose, dijo a
su vecino al sentarse nuevamente junto a él:
-Si no la uso para limosna, la usaré para comer.
Y en la siguiente parada se alejó hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.
-
¡Oiga, señor González! -le dijo el viajero-, sírvase guardar el libro
que le agrada con usted. Sería un honor para mí que lo aceptara.
El anciano le miró agradecido y, cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:
-Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los precios de las pomadas:
“...y
muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz,
cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de
ilusiones infinita… ”
Después
de recitar su estrofa, tras la parada, el anciano bajó del tranvía y se
perdió en la historia, con toda la riqueza de su pobreza- guardada en
un maletín viejo, lleno de pomadas, y de unas pocas monedas
escurridizas.
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