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 Por Cristina Miguens.
 
 A fines de agosto llegué a la ciudad de Santa Fe, en un día muy frío y 
de sol radiante. En el aeropuerto me esperaba mi amigo jesuita para 
llevarme a la casa de su comunidad de sacerdotes, donde me alojé durante
 toda la semana, al lado del Colegio de la Inmaculada que ellos dirigen y
 del Santuario de Nuestra Señora de los Milagros, también de la orden. 
Habíamos acordado este retiro en el mes de enero, cuando él ofreció 
darme los Ejercicios Espirituales para mí sola, lo que consideré un lujo
 y un enorme regalo de Dios. Todavía el papa era Benedicto XVI y Jorge 
Bergoglio, un ignoto cardenal para la mayoría del mundo.
 
 
 
 
          
      
 
  
 
 
 
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