martes, abril 25, 2006

El proyecto de Cristina Kirchner

Por Rodolfo Terragno Para LA NACION

La Constitución no podría ser más clara: una ley que salga del Poder Ejecutivo es nula. ¿Qué pasa si, para resolver un grave problema, se necesita una ley y el Congreso no tiene tiempo de sancionarla? En estas “circunstancias excepcionales”, la Constitución permite que el Ejecutivo emita una ley provisional, mal llamada “decreto de necesidad y urgencia”. La ley provisional es una crisálida jurídica:

Dentro de los diez días, el jefe de Gabinete debe llevarla (“personalmente”) a una comisión del Congreso, integrada por legisladores de ambas cámaras.

Esa comisión bicameral tiene, a su vez, diez días para emitir un dictamen, aconsejando que la ley provisional sea rechazada o convalidada.

“De inmediato”, el Senado y la Cámara de Diputados tomarán una decisión. Según lo que resuelvan, la ley provisional perderá todo valor o se transformará en ley definitiva. Todo el proceso es regulado por un estatuto (o “ley especial”) que requiere, para su sanción, la mayoría absoluta de ambas cámaras. Así, por lo menos, lo previó la Constitución de 1994. Pero, desde entonces, el Congreso no ha creado la comisión bicameral ni ha sancionado el estatuto.

El Poder Ejecutivo, por su parte, se ha dedicado a fabricar con frenesí “decretos de necesidad y urgencia”. Nadie revisa o anula esos decretos. Una vez sancionados, tienen vigencia por tiempo indefinido. Son “leyes” sancionadas en la Casa Rosada, como en la época de los militares. El actual jefe del Estado lleva sancionadas ciento sesenta y nueve de esas “leyes”. No es, sin embargo, un pionero. Todos sus antecesores hicieron algo parecido. Contaron con la participación (mayor o menor) de quienes ejercimos, después de 1994, funciones en el Poder Ejecutivo o el Poder Legislativo. Algunos advertimos que, mientras no hubiera comisión bicameral y estatuto, los decretos de necesidad y urgencia estaban viciados.

Pero, en definitiva, nos dejamos llevar por la mala doctrina. La Corte, la Procuración del Tesoro, el Ministerio de Justicia y notorios juristas se valieron de sofismas para proveer, a sucesivos gobiernos, una acomodaticia interpretación del texto constitucional. Estos fueron, más o menos, los argumentos:

“Siempre que lo juzgue necesario y urgente, el Ejecutivo puede –en las materias permitidas por la Constitución– sancionar decretos de este tipo. Es una facultad que no está sujeta a requisitos previos”.

“La comisión y la ley especial forman parte del control a posteriori, que debe ejercer el Congreso”.

“La falta de los mecanismos de control, imputable al propio Congreso, no afecta la validad originaria de los decretos de necesidad y urgencia”.

“Antes de 1994, cuando los decretos de necesidad y urgencia no figuraban en la Constitución, la Justicia los convalidó: dijo que esos decretos no avanzaban sobre el Congreso porque éste tenía la potestad de derogarlos por ley. Es inaceptable que el Ejecutivo tenga, ahora, menos facultades que en aquella época”.

Esa mala doctrina se infiltró en fallos de la Corte, dictámenes del procurador del Tesoro, opiniones del Ministerio de Justicia y artículos o libros de notorios juristas. De esa manera, se frustró el propósito de la reforma constitucional.

La Convención Nacional Constituyente diseñó una máquina para procesar los decretos de necesidad y urgencia. El Congreso recibió el encargo de construir y operar esa máquina. Era muy sencilla: por un extremo entraba un decreto y por el otro salía una ley o un desecho. No existiendo esa máquina, rige el principio general: “El Poder Ejecutivo no podrá, en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo” (artículo 99, inciso 3, segundo párrafo).

Desde la reforma constitucional, se han presentado ochenta y nueve proyectos para construir la máquina; es decir, para crear la comisión bicameral y sancionar el estatuto. La vanidad hizo que muchos legisladores quisieran imponer su proyecto, y que ninguno lograra consenso. Tampoco lo hubiera logrado yo.

Fue por eso por lo que, en lugar de redactar el proyecto número 90, reviví uno (muy bueno) al cual se había dejado morir. Se trata del que presentó el 25 de octubre de 2000 la entonces diputada Cristina Fernández de Kirchner (TP 162; 6876-D-00). Volví a introducirlo, sin agregarle ni quitarle una coma. Mi intención no fue, por cierto, incurrir en plagio. Dejé en claro que mi proyecto era sólo la transcripción de aquél, cuya autoría corresponde, en un ciento por ciento a la ex diputada.

No sólo reproduje la parte dispositiva, sino que hice míos los fundamentos. Ahora, el proyecto está a consideración de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado, que preside la senadora Cristina Fernández de Kirchner. Algunos vieron, en mi iniciativa, un gesto de humor. Yo no estoy en el Senado para hacer chistes.

Si adopté ese proyecto, fue por razones prácticas:

1) Le quita al oficialismo argumentos para oponerse. Resistirse a un “proyecto Terragno” habría sido mucho más fácil.
2) El proyecto de Cristina Fernández de Kirchner (2000) no tiene fisuras.

En síntesis, establece que:

El Poder Ejecutivo debe indicar, en el mismo decreto de necesidad y urgencia: a) cuáles son las “circunstancias excepcionales” que hacen “imposible” esperar a que el Congreso sancione una ley. b) qué “peligros” corren “las personas o los bienes de los habitantes” si no se emite el decreto.

En diez días –como prescribe la Constitución– ese decreto debe estar en el Congreso de la Nación. ¿Qué pasa si el Poder Ejecutivo no lo manda? El decreto se muere. “Carecerá de todo valor y eficacia.”

Si, en cambio, el decreto llega al Congreso antes de los diez días, la comisión bicameral tiene otros diez para aconsejar el rechazo o la convalidación.

Pasados los diez días, aunque la comisión no se haya expedido, las dos cámaras del Congreso están obligadas a analizar el decreto y deben tomar una decisión dentro de los treinta días. ¿Qué pasa si no lo hace, o si los senadores resuelven una cosa y los diputados otra? Es muy claro: en ambos casos, el decreto pierde toda eficacia. No se reconocen siquiera “derechos adquiridos” durante su precaria vigencia. No hay en el proyecto ambigüedad alguna.

Transformado en ley, pondrá fin a una práctica que desgarra la Constitución. Los fundamentos que Cristina Fernández de Kirchner dio en 2000 son irrefutables y conservan plena vigencia. Cito algunos de ellos:

“El primigenio objetivo de la convención constituyente” fue “limitar” los decretos de necesidad y urgencia; no “legitimar” la “perversa práctica” de legislar por medio de tales decretos.
“La incapacidad y falta de voluntad del Congreso” impidió que se sancionara “la legislación reglamentaria” y se constituyera la “Comisión Bicameral Permanente que prescribe la Carta Magna”.

“Así, el Poder Ejecutivo continúa legislando en forma habitual mediante una herramienta de excepción, con el consiguiente deterioro de las instituciones republicanas y la consecuente inseguridad jurídica.”

“Ello se ve agravado por el cambio de posiciones políticas y jurídicas de los responsables de la reglamentación, quienes, según sea el caso que ostenten el carácter de oficialistas u opositores, varían los presupuestos necesarios para su validez.”

“Con este proyecto se pretende lograr la reglamentación definitiva de la norma constitucional y el basamento de un instituto acorde a la letra y espíritu de la Constitución Nacional.”

Esta interpretación constitucional tiene un valor agregado: Cristina Fernández de Kirchner fue –junto con su esposo, el actual presidente de la Nación– miembro de la Convención Nacional Constituyente de 1994.

Por todo eso, insistiré en este proyecto, cuya propiedad intelectual no me pertenece. Corresponde a la actual presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado.

El autor es senador nacional (Bloque Radical Independiente).
http://www.lanacion.com.ar/800294

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