viernes, junio 02, 2006

Europa: modelo para armar

La separación de Montenegro y Serbia muestra una de las paradojas de la Unión Europea: el bloque surgió para fortalecer a las naciones dentro de una gran entidad y, por el contrario, las debilitó en beneficio de las regiones y los grupos étnicos y lingüísticos

MADRID .- Aparentemente es un hecho sin consecuencias: la pequeña República de Montenegro, mediante un referéndum, se separó pacíficamente de la federación que mantenía con Serbia.

Montenegro, asomada al Mediterráneo, cuenta con algo más de 13,000 kilómetros cuadrados -el tamaño del estado de Connecticut- y apenas unos 620,000 habitantes, la mayor parte de ellos de origen eslavo, nominalmente cristianos ortodoxos, aunque existe una notable minoría islámica producto de la vieja y muy disminuida influencia turca en la región balcánica.

Por supuesto, hay razones históricas que explican la ruptura, pero probablemente uno de los elementos que animó a los montenegrinos a poner tienda aparte fue la moneda: hace unos años adoptaron la feliz iniciativa de renunciar al dinar yugoslavo -la divisa serbia- para acogerse al euro. Al contrario de lo que sucedía en Serbia, eso le dio solidez económica a Montenegro, mantuvo bajo control la inflación y estimuló las inversiones extranjeras.

La conclusión era muy simple: colocarse bajo el paraguas de Bruselas le confería estabilidad a la sociedad e incrementaba las posibilidades de desarrollo. Entre un socio conflictivo y pobre, como Serbia, y otro poderoso y organizado como la Unión Europea (UE) no había duda. Pero, incluso, la Unión Europea significaba algo más: era una fuente de legitimidad política y seguridad.

Cuando sus autoridades establecieron que bastaba con que un 55 por ciento de los montenegrinos solicitaran la independencia para obtener la bendición de Bruselas, el establecimiento de esa simple regla sirvió de estímulo a los separatistas. Los serbios, a quienes no se les preguntó su opinión, no se atreverían a enfrentarse a la UE, especialmente porque en los años noventa ya habían probado los contundentes bombardeos de la OTAN. Poner, pues, tienda aparte, les resultaba relativamente fácil a los montenegrinos.

El episodio de Montenegro inmediatamente comenzó a repercutir en España. Los independentistas vascos y catalanes lo vieron con gran ilusión: si la Unión Europea admite la ruptura de Serbia-Montenegro mediante un referéndum en el que más del 55% se declaró a favor de esa opción, ¿por qué le aplicarían una norma diferente a España? Si más del 55% de catalanes o vascos solicitaran la independencia, lo probable, pues, es que la obtuvieran, aunque el resto de los españoles no pudieran opinar sobre la secesión de dos territorios que desde hace siglos forman parte esencial del complejo mosaico nacional.

La gran paradoja es que la Unión Europea, que surgió para fortalecer a las naciones dentro de una gran entidad, ha terminado por debilitarlas en beneficio de las regiones y los grupos étnicos y lingüísticos. Si el euro es una moneda internacional, y si existen leyes e instancias judiciales que prevalecen sobre la justicia local, ¿de qué sirve el Estado nacional?

Si de manera creciente el Parlamento Europeo va cobrando competencias, mientras germina y crece el embrión de un gran ejército paneuropeo, ¿cuáles son los atributos reales que le quedan al Estado nacional? Lo que estamos viendo es el principio del fin de un larguísimo proceso histórico que comenzó en la Edad Media, hace cinco o seis siglos, cuando se constituyeron los Estados modernos con los fragmentos del mundo feudal surgidos del hundimiento del Imperio Romano.

Inglaterra, Alemania, España, Francia, Portugal, Italia, las grandes naciones que entonces se forjaron (aunque algunas, como Italia o Alemania tardaran en cuajar en Estados unitarios) y dominaron el planeta durante centurias, comienzan a diluirse en una benévola burocracia, lenta y abacial, asentada en los valores de la Ilustración, regida por una visión socialdemócrata de la economía -el modelo renano-, afortunadamente organizada por métodos democráticos que respetan los derechos humanos.

¿Es eso bueno para los europeos y para el mundo? Tal vez sí en el terreno de la convivencia pacífica, pero probablemente no como centro de iniciativas científicas, técnicas y económicas. El ingente esfuerzo de coordinar los intereses y las peculiaridades de cien etnias y cuarenta lenguas, más la tendencia burocrática a tratar de regular y unificar usos y costumbres, seres y quehaceres, seguramente ralentizará los procesos creativos, distanciando paulatinamente a la Unión Europea de otros focos de acción más dinámicos y eficientes, como Estados Unidos, Japón o China.

En todo caso, no parece que el camino emprendido por la Unión Europea tenga marcha atrás. Si a lo largo de varios siglos los Estados modernos fueron asimilando componentes extraños que parecían indigeribles (¿quién recuerda hoy la gloria de los borgoñeses o de los prusianos?), ahora nos enfrentamos con un proceso contrario, de desagregación, que va liquidando o erosionando Estados, mientras los integra en una unidad supranacional articulada por medio de construcciones administrativas muy efectivas, pero sin asideros emocionales. ¿A dónde irá a parar este gigantesco experimento de ingeniería política? Nadie puede saberlo. Lo único que parece obvio es que tampoco nadie puede detenerlo.

Por Carlos Alberto Montaner
© LA NACION y Firmas Press
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