lunes, septiembre 05, 2005

Hasta que duela… de la Madre Teresa de Calcuta

Este es un artículo aparecido en la revista PRESENCIA de Schoenstatt (Año III, Nº 6, 1994), que me pareció tan bueno que quiero compartirlo, hoy 5 de setiembre de 2005, que se cumple ocho años de su fallecimiento en Calcuta.

El 4 de febrero de 1994, cuatro mil personas de cinco continentes oraron por un liderazgo mundial en manos de Dios. Este “desayuno anual de oración” es convocado por el Congreso de Estados Unidos desde hace cuarenta y dos años; pero quien los reúne es una persona: Jesucristo. El presidente de Estados Unidos, Bill Clinton y Al Gore, su vicepresidente, dieron testimonio, pero el mensaje más conmovedor y ovacionado fue el de la oradora principal, la Madre Teresa de Calcuta. La elocuencia de su presencia y la simplicidad de sus palabras hicieron que su mensaje tocara el corazón de todos.

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“Lo que hagáis a uno de estos pequeños, mi me lo hacéis…”

En el día del Juicio, Jesús les dirá a quienes estén a su derecha: “Vengan, entren en el Reino. Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber, estuve enfermo y me visitaron…” y luego el Señor les dirá a los que estén a su izquierda: “Apártense de mí, porque estuve hambriento y no me dieron de comer; estuve sediento y no me dieron de beber; estuve enfermo y no me visitaron”. Y ellos le preguntarán: “¿Cuándo te vimos hambriento, sediento o enfermo, y no te asistimos?” Jesús les responderá entonces: “Todo lo que no hicieron por el más pequeño de sus hermanos, tampoco lo hicieron por mí”.

Agradezcamos a Dios por la oportunidad que nos ha dado hoy para orar juntos. Venimos a pedirles especialmente por la paz, la alegría y el amor. Recordemos que Jesús vino para anunciar la buena nueva a los pobres. El Señor nos dio a entender en qué consiste esa buena nueva cuando nos dijo: “Mi paz les dejo, mi paz les doy”. No vino para darnos la paz del mundo, esa que estriba sólo en no molestarnos unos a otros. El vino más bien para traernos la paz del corazón, fundamentada en la acción de amar y hacer el bien a los demás…

Y como si aún fuera poco el hecho de que Dios se hiciese hombre y nos trajese su paz y alegría desde el vientre de María, Jesús murió en la cruz para mostrarnos cuál es el amor mayor. El murió por ustedes y por mí, por este leproso, por aquel que muere de hambre, por aquella otra persona que está desnuda y abandonada en la calle, no sólo en Calcuta sino también en África, o donde fuere… Nuestras hermanas sirven a estos pequeños en ciento cinco países a lo largo y lo ancho del mundo. El Señor nos recuerda que nos amemos con el mismo amor que el nos tiene. El dio su vida por amor a nosotros y de ese modo nos enseña que debemos entregar lo que sea necesario para hacer el bien a los demás. Sí, así lo dice en su Evangelio: “Ámense cono yo los he amado”.

Jesús murió en la cruz porque con ello nos hacía un gran bien: la redención del egoísmo y del pecado. El Señor entregó todo para cumplir la voluntad del Padre del Cielo y darnos ejemplo de cómo debemos amar la voluntad del Padre y no anteponerle nada y amarnos así con el amor con que él nos ama. Si nos rehusamos a entregar lo que sea necesario para hacer el bien al prójimo, entonces ello quiere decir que aún vivimos en el pecado. Por eso hay que dar al hermano “hasta que nos duela”.

No basta con decir “Yo amo a Dios”, sino que es necesario amar también a nuestro prójimo. San Juan dice que miente quien dice que ama a Dios pero no a su prójimo. De ahí que sea tan importante tomar conciencia de que el amor, para ser verdadero, tiene que “dolernos” un poco. Debe ser un amor dispuesto a hacer todo lo que esté a nuestro alcance no sólo para no hacer daño al otro sino para hacerle el bien al otro. Esto requiere pues que estemos dispuestos a sufrir un poco porque de otra manera, no habrá amor verdadero en nosotros y aunque brindemos justicia a los demás, no sembraremos la paz a nuestro alrededor.

Al agonizar en la cruz, el Señor dijo: “Tengo sed”. Jesús tiene sed de nuestro amor, y esta es la sed de todo ser humano, pobre o rico. Todos tenemos sed del amor de los demás: que ellos tengan en cuenta, que no nos lastimen, que nos hagan el bien.

Nunca olvidaré aquella visita a un instituto geriátrico donde había ancianos que sencillamente habían sido colocados allí y olvidados por sus hijos. Tenían de todo: buena comida, cuartos confortables, televisión, etc. Pero noté que siempre estaban mirando hacia la puerta y que no había una sonrisa en sus semblantes. Le pregunté a una de las religiosas de allí qué pasaba. Ella me respondió: “Están siempre esperando que un hijo o una hija venga a visitarlos; sienten pena por haber sido olvidados”.

Estemos atentos, porque la falta de ejercicio en el amar nos va empobreciendo espiritualmente. Fijémonos en nuestra propia familia: ¿No habrá alguien que se está sintiendo solo, o enfermo o apenado? ¿Qué estamos haciendo por él? ¿Estamos dispuestos a dar hasta que nos duela para ser así solidarios con nuestra familia o anteponemos nuestros intereses personales? Planteémonos esta pregunta, especialmente al comienzo de este Año de la Familia. Recordemos que el amor comienza por casa y que el futuro de la humanidad pasa por la familia.

Me sorprende en los países de Occidente la cantidad de chicos y chicas que caen víctimas de las drogas. Me pregunto por qué sucede esto en pueblos que disponen de más cosas que los de oriente. Y la respuesta que he hallado es la siguiente: porque estos chicos no tienen familia quien los contenga afectivamente. Nuestros hijos dependen de nosotros en todas sus necesidades: salud, alimentación, seguridad, conocer y amar a Dios. En este sentido, ellos nos miran con confianza, esperanza y expectativas. Pero suele suceder que el padre y la madre están tan ocupados que no les queda tiempo para sus hijos, o ni siquiera están casados o bien están separados. De este modo los chicos se vuelcan a las calles y caen en la droga y otros vicios. Estamos hablando de amar a nuestros hijos: ellos son el “lugar” donde comienza todo amor y paz. La falta de atención y amor a nuestros hijos perturba la paz.

Pero la amenaza más grande que sufre la paz hoy en día es el aborto, porque el aborto es hacer la guerra al niño; el niño inocente muere a manos de su propia madre. Si aceptamos que una madre pueda matar a su propio hijo, ¿cómo podremos decirle a otros que no maten? ¿Cómo persuadir a una mujer de que no cometa aborto? Como siempre hay que hacerlo con amor y recordar que amar significa dar hasta que nos duela. Jesús dio su vida por amor a nosotros. Hay que ayudar a la madre que está pensando en abortar; ayudarla a amar aún cuando ese respeto por la vida de su hijo le signifique sacrificar proyectos o su tiempo libre. A su vez el padre de esa criatura sea quien fuere, debe también dar hasta que duela.

Aborto significa que la madre no ha aprendido a amar; que ha tratado de solucionar sus problemas matando a su propio hijo; significa que el padre no ha asumido la responsabilidad por el hijo engendrado. Un padre así es capaz de poner a otras mujeres en esa misma situación. De ese modo un aborto puede llevar a otros. El país que acepta el aborto no está enseñando a su pueblo a amar sino a aplicar la violencia para conseguir lo que se quiere.

Hay mucha gente muy preocupada por los niños de la India o África, donde mueren tantos de hambree. Mucha gente esta preocupada por la violencia en esta gran nación de los Estados Unidos. Está muy bien que estemos preocupados por todo eso. Pero a menudo esa misma gente no se preocupa por los millones de seres humanos aniquilados por decisión de sus propias madres. En la India y en todo lugar que visito, insisto en que debemos volver a dedicarle al niño toda la atención que se merece. El niño es un regalo de Dios para la familia. Cada niño ha sido creado a imagen y semejanza de Dios para cosas grandes, para amar y ser amado. En este Año de la Familia debemos colocar al niño de nuevo en el centro de nuestro cuidado para que el mundo siga adelante. Precisamente porque el niño es la única esperanza para el futuro. Cuando los más ancianos son llamados a la presencia de Dios, son sus hijos los que ocupan su lugar.

Les confiaré algo hermoso: estamos combatiendo el aborto con la adopción: cuidamos a la madre y adoptamos a su hijo. De este modo hemos salvado miles de vidas. Hemos enviado comunicados a las clínicas, diciéndoles: “Por favor, no maten al niño: nosotros nos haremos cargo de él”. Siempre hay alguno de los nuestros que le dice a las madres en problemas: “Venga, la cuidaremos y hallaremos un hogar para su hijo”. Y así tenemos una gran demanda de niños por parte de matrimonios que no pueden tener hijos. Pero nunca entrego un niño a un matrimonio que haya hecho algo para no tener un hijo. Jesús dijo: “El que recibe a uno de estos pequeños, a mi me recibe”. Al adoptar un niño esos matrimonios están recibiendo al mismo Señor.

Les pido por favor que no maten a los niños. Yo quiero esos niños: ¡Dénmelos! Estoy dispuesta a aceptar todo niño que se pretenda abortar y darlo a un matrimonio que lo ame y a su vez sea amado por el niño. Sólo en nuestro Hogar Infantil de Calcuta hemos reunido 3.000 niños que han sido salvados del aborto. Niños que luego han brindado mucho amor y alegría a sus padres adoptivos.

Comprendo que los matrimonios deseen planificar sus respectivas familias. Pero para ello existe la planificación familia en base a métodos naturales. El camino de una planificación familiar no es el aborto sino el recurso a métodos naturales. Los métodos anticonceptivos destruyen esa capacidad de generar vida y, al practicarlos, los esposos están haciendo algo contra ellos mismos. La atención se dirige hacia ellos mismos y se destruye la donación de amor orientada hacia el cónyuge. En virtud del amor los esposos orientan su atención el uno hacia el otro, como ocurre en la planificación natural de la familia, y no hacia sí mismos, como sucede en el caso de los métodos no naturales. Una vez que se ha echado mano a estos últimos métodos, el paso hacia la realización de un aborto se da con facilidad.

Los pobres son gente magnífica; ellos pueden enseñarnos muchas cosas hermosas. Una vez vino un hombre muy pobre a agradecernos por haberle enseñado a planificar naturalmente su familia: “Ustedes, la gente que practica la castidad, son los mejores para enseñar la planificación familiar natural ya que ella no es nada más que dominio de uno mismo por el amor hacia el prójimo”.

Cuando levantamos a una persona que se está muriendo de hambre en la calle, podemos reconfortarla con un plato de arroz y un pedazo de paz. Pero mucho más difícil de ayudar es aquella otra que padece pobreza espiritual, que se siente expulsada de la sociedad, no querida y aterrorizada. Un aborto, que a menudo viene después del empleo de métodos anticonceptivos, empobrece a la gente y esa pobreza es la más difícil de vencer.

Una tarde íbamos con una hermana por las calles y recogimos a cuatro personas abandonadas. Una de ellas, una mujer, se encontraba en una condición terrible. Les dije a las Hermanas: “Ustedes cuiden de estas tres y yo me encargaré de esta otra que se ve en peor estado”. Hice por ella todo lo que estuvo a mi alcance. La acosté e una cama y en su rostro se encendió una sonrisa radiante. Tomó mi mano y pronunció una sola palabra: “¡Gracias!” Y falleció. Hice entonces un examen de conciencia: “¿Qué hubiese dicho yo si hubiese estado en su lugar?” Y mi respuesta fue simple: hubiese tratado de atraer la atención sobre mi diciendo: “Tengo hambre, me estoy muriendo, tengo frío, tengo dolores” o cosas por el estilo. Sin embargo, ella me dio una sonrisa en los labios. O aquel caso del hombre recogido en un basural, medio comido por los gusanos. Cuando lo trajimos a casa, nos dijo; “He vivido como un animal, en la calle, pero voy a morir como un ángel, amado y rodeado de cuidados”. Luego de que le extrajimos todos los gusanos de su cuerpo, nos dijo con una amplia sonrisa: “Hermana, me voy con Dios”. Y murió. Fue maravilloso apreciar la grandeza de este hombre que pudo hablar sin echarle culpas a nadie… Como un ángel… esa es la grandeza de la gente espiritualmente rica.

No somos asistentes sociales. Quizás a los ojos de muchos estemos haciendo un trabajo social. Sin embargo nosotros aspiramos a ser contemplativos en medio del mundo. Precisamente porque queremos llevar la presencia de Dios a las familias. Hay mucho odio y miseria y tenemos que comenzar en nuestros hogares con la oración y los sacrificios. La caridad empieza por casa; y no se trata de cuánto hagamos sino de cuánto amor pongamos en las cosas que realicemos.

Si somos contemplativos en medio del mundo, no nos desanimaremos al enfrentar los problemas del mundo. Primero llevemos la buena noticia a los que nos rodean, y luego preocupémonos de nuestros vecinos, ¿sabemos quiénes son?

Una familia india me ofreció el ejemplo más extraordinario de amor al vecino. Un señor vino a nuestra casa y nos dijo: “Madre Teresa, hay una familia que no come desde hace varios días. Haga algo, por favor…” Tomé entonces un poco de arroz y fui hacia allí enseguida. Vi a los niños de aquella familia con ojos encendidos de hambre. No sé si alguna vez han visto gente que sufre hambre. Yo lo he visto a menudo. La madre de la familia recibió el arroz que le di y salió de su casa. Cuando retorno, le pregunté: “Adonde fue usted?” Me respondió con sencillez: “Mis vecinos también tienen hambre”. Le pregunté entonces quiénes era ellos: “Una familia musulmana” –me respondió. Aquella tarde no regresé a ese lugar con más arroz porque quise que ambos, hindúes y musulmanes, experimentases la alegría de compartir. Y ahí estaban los niños, radiantes de alegría, porque ella había sido capaz de amar hasta que duela. Tal como lo demuestra este ejemplo. Dios jamás nos olvida y siempre hay algo que podemos hacer para ayudar al otro. Conservemos en nuestro corazón la alegría de amar al Señor y compartámosla con todos aquellos que nos rodean y hallamos en nuestro camino. Esforcémonos para que ningún niño se vea privado de amor, de cuidados, o sea arrojado y aniquilado. Y demos, demos hasta que duela… siempre con una sonrisa en los labios.

Una vez hablé mucho sobre el hecho de dar con una sonrisa. Entonces un profesor americano me preguntó: “¿Es usted casada?” Le respondí: “Si y a veces me resulta difícil sonreir a mi esposo Jesucristo cuando me plantea tantas exigencias”. Es real. Pero ahí comienza el amor: cuando se nos exige y a pesar de las exigencias damos con alegría.

Recordemos que Dios nos ama y que podemos amar al prójimo como el Señor mismo nos ama. De este modo América se convertirá en signo de paz para el mundo. Que desde aquí se dé un ejemplo de cuidado y atención a los seres más débiles, los niños no nacidos aún. Si ustedes se convierten en una antorcha de justicia y paz en el mundo, entonces habrán sido fieles a los principios de los fundadores de este país. ¡Que Dios los bendiga!

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