martes, septiembre 13, 2005

Lo mejor está por venir...

Largamente entrada en los ochenta, Martina mandó a llamar a su amigo y confesor, el Padre Ramiro. El sacerdote amaba a esa tierna anciana que tanto le había ayudado en la parroquia cuando él había llegado al pueblo veinte años antes. Desde la puerta la vio distinta, menos movediza, más circunspecta y ofreciéndole una silla frente a ella. El asunto debe ser grave si quiere que me siente para escucharla, pensó. -¿Le pasa algo, Martina? –se animó a preguntar. –Nada importante, padre –dijo la tía-. Estuve con el Dr. Gutter y me ha dicho que algo parece haberse complicado gravemente en mi corazón y él no recomienda una operación, dada mi edad… Me quedan cuando mucho seis meses de vida, quizás menos… -¿No podríamos hacer alguna consulta más? –agregó Ramiro-. Quizás en la Capital… -No, padre. Yo sé que su diagnóstico es certero, ya venía mi cuerpo avisándome. –Rezaremos juntos. Quizá, con la ayuda de Dios, sea sólo un susto –dijo el curita, tomando sus manos. –Gracias padre, pero no lo llamé para evitar la contingencia sino para prepararla. Quiero pedirle algunas cosas para mi funeral. ¿Las hará por mí? -Cuando llegue la hora, si yo estoy allí, puede usted contar con lo que desea. ¿De qué se trata? -Quisiera pedirle que se encargue de que haya una pequeña ceremonia sin demasiada palabras, un poco de jugo de frutas y café. Quizás alguien podría cantar el Ave María de Gounod, no el de Schubert; y quisiera que usted ponga en mis manos dos cosas, antes de que cierren mi féretro… -De acuerdo, Martina. Cuénteme cuáles son esas dos cosas y luego deje de pensar en su despedida y concéntrese en el tiempo que le queda por vivir. –En la derecha –siguió Martina- quisiera tener la Biblia que me regaló mi madre… En la izquierda quisiera tener esto… -y dándose la vuelta sacó, de un cajoncillo, lo que parecía un simple tenedor de un antiguo juego de cubiertos de mesa. –Perdón, Martina- preguntó sorprendido el cura- ¿Un tenedor? -Si. Es del juego de mesa de mi casa de la infancia. Lo guardo desde entonces pensando en este momento. –Así se hará, Pero ¿podría contarme algo sobre este deseo? Alguien podría preguntar la razón… -Espero que pregunten y si no lo hacen espero que usted les cuente esta historia –dijo Martina-. Le contaré: cuando yo era niña, en mi casa no había demasiado dinero para cocinar grandes cenas, sin embargo en algunas ocasiones especiales, navidades, cumpleaños o bodas, aunque no en todas, mi madre y sus hermanas cocinaban manjares, sin medir los gastos. En algunos de ellos, al retirar los platos de la comida principal mi madre o mi tía nos decían al levantar los trastos sucios: “Quédense con sus tenedores, niños”. Y esto tenía un solo y maravilloso significado, tendríamos un postre especial. No sería de gelatina, ni flan ni algún simple helado (no se necesita tenedor para comer esos postres), sino un plato especial: la exquisita torta de chocolate de Tía Emma o quizá la maravillosa tarta de manzanas y frambuesas de mi madre. Cuando nos avisaban que debíamos conservar nuestro tenedor sabíamos que lo mejor estaba por venir. Y eso es exactamente lo que quiero que usted les haga saber a todos los que estén allí, padre, recordando los buenos momentos que compartieron con esta anciana, como se suele hacer. Alguno preguntará por qué hay un tenedor en mi mano, y usted les contará mi historia para que todos se enteren de que quería estar preparada, que yo sabía que lo mejor… el postre de este exquisito banquete que fue mi vida, está por venir.

(Viva, 7 de agosto de 2005, Opinión, Jorge Bucal)

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