domingo, octubre 30, 2005

¿Pegarles a los chicos? Casi nunca, de Fernando Savater.

FILOSOFO, UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

La más impresionante y modélica hazaña educativa que conozco empieza con un buen cachete dado en su preciso y precioso momento. La joven Ana Sullivan llega a casa de Helen Keller, ciega y sorda (en apariencia también muda a sus siete años), para afrontar una tarea imposible, la instrucción de la niña, que ni puede ni quiere comunicarse con los demás.

En realidad, los padres de Helen no la contratan para que "eduque" a su hija —objetivo que consideran inalcanzable—, sino para que la soporte, porque ellos ya no pueden aguantar más. El primer día de su nuevo trabajo comienza como una pesadilla para Ana Sullivan. A la hora del almuerzo familiar, Helen se niega a sentarse a la mesa, tira la servilleta, arroja la comida al suelo y hostiliza a la nueva institutriz. Si la señorita Sullivan hubiera sido una simple empleada dispuesta a cobrar y no meterse en líos, Helen no se habría sentado a la mesa y habría muerto salvaje, incluso retrasada mental, como la suponían sus amorosos deudos. Pero Ana Sullivan era esa cosa heroica e insobornable: una auténtica maestra. De modo que ante el horror de los políticamente correctos padres, le soltó a la minusválida un fenomenal bofetón. Y Helen se sentó a la mesa, malcomió entre gruñidos y comenzó el arduo camino de su educación que la llevó muchos años después a poseer una envidiable cultura y a escribir un libro en el que agradecía aquel cachete valeroso de su maestra como el golpe de gracia que le salvó intelectualmente la vida.

Quede claro: no hay que maltratar a los niños ni se debe recurrir habitualmente por frustración, histeria o sadismo a los castigos corporales contra ellos. En circunstancias favorables (no digo "normales", porque lo realmente favorable rara vez es normal), los encargados de su buena crianza pueden enseñarles las pautas de convivencia a base de la persuasión y del ejemplo. Pero es importante que el niño conozca que hay límites que no se deben transgredir.

Pasada la indignación rebelde del momento, cualquier niño sano puede comprender la diferencia entre unos padres exasperados hasta el límite de su paciencia (pero dispuestos inmediatamente a perdonar y acariciar) de otros predispuestos por incapacidad o vicio a la agresión. Ninguna bofetada sustituye a la persuasión, pero alguna —en el momento adecuado— puede servir de aldabonazo para que las razones persuasivas sean mejor atendidas.

En todos los continentes, especialmente en los países del llamado Tercer Mundo, millones de niños padecen maltrato. Nunca ven acercarse a ellos a los adultos más que con malas intenciones: no para jugar o instruirles, sino para esclavizarles como trabajadores a destajo, objetos sexuales o minúsculos soldados de guerras que no pueden ni deben comprender.Es el peor de los pecados, el motivo que justificaría otra lluvia de fuego sobre nuestra civilización en tantos aspectos desalmada.

También en los países democráticos y desarrollados a menudo los más pequeños pagan en la intimidad del hogar agobios y frustraciones de quienes deberían cuidarlos. Pero no menos dañino a largo plazo es que crezcan en la falsa tolerancia de quienes no saben o no quieren enseñarles las restricciones que impone la convivencia civilizada.

Les cuento un caso vivido: sesión de tarde en un cine de estreno, en San Sebastián. Un machito de unos doce años martiriza groseramente a la niña que le acompaña, a la que entre una cosa y otra le está dando una auténtica paliza. Los adultos circunstantes miran con embarazo y comentan con desagrado, pero no mueven un dedo. Hasta que una señora joven y bien plantada se levanta y le arrea un sopapo al botarate, diciendo: "Eso, para que aprendas que siempre habrá alguien más fuerte que tú". No, claro que no se debe pegar a los críos. Casi nunca.

Copyright Clarín y Fernando Savater, 2005.

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