viernes, octubre 14, 2005

Solidaridad sin segundas intenciones

Por Alfredo Vítolo
Para LA NACION

La distribución de la riqueza es uno de los temas dominantes del debate nacional e internacional en estos primeros años del siglo XXI. La excesiva concentración de ella en muy pocas manos y el aumento de desocupados, pobres y excluidos constituye una preocupación permanente de los políticos y economistas, las religiones y los intelectuales, además de las naciones que padecen esos problemas.

Todos coinciden en la necesidad de encontrar soluciones para asistir a los necesitados, asegurándoles las condiciones indispensables para lograr una vida digna, pero no logran acordar mecanismos idóneos para concretar la ayuda. Es más: muchos critican a quienes intentan implementar alternativas al respecto.

El problema no es nuevo para los políticos. En 1906, Winston Churchill, al defender la libre competencia, sostuvo la necesidad de trazar una línea bajo la cual debía prestarse ayuda a quienes quedaban excluidos y sólo desde allí competir en libertad. Posiciones similares se escucharon de los políticos de los EE.UU., especialmente en la época de Roosevelt, y los de la Europa continental al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Los países en desarrollo o subdesarrollados, en los que la pobreza es tema prioritario, poco pudieron hacer en materia de política social, y los que lo hicieron utilizaron generalmente métodos populistas, con fines políticos y sin resultados satisfactorios.

Los economistas, por su parte, coincidieron con los políticos y trataron de aportar algunas soluciones técnicas. Lord Keynes reivindicó los principios del capitalismo, pero sostuvo que había que adaptarlos a los tiempos modernos, sosteniendo la necesidad de activar el empleo como motor de la reactivación económica y aumentar la demanda efectiva. Consideró que el mercado no se autorregula y que el crecimiento y el bienestar requieren una fuerza impulsora por parte de los gobiernos.

La Iglesia Católica, que comenzó a señalar estos problemas hace más de cien años a través de encíclicas y cartas apostólicas de los papas, consignó que no tenía soluciones técnicas para aportar, pero como “experta en humanidad”, según el decir de Juan Pablo II, y partiendo del principio que señala a los bienes materiales como propiedad común de todos los hombres y pueblos, reclamó de los gobiernos políticas concretas para una mejor distribución de la riqueza y la atención preferencial a los pobres. Todas las demás iglesias y religiones se expresaron en términos similares.

Los intelectuales también opinaron al respecto. Jeremy Riftkin, entre otros, en su obra El fin del trabajo, señaló: “Los crecientes niveles de desempleo global y la mayor polarización entre ricos y pobres crean las condiciones necesarias para la aparición de disturbios sociales y una guerra abierta de clases a una escala nunca experimentada con anterioridad, en la historia humana”.

En el caso de nuestro país, consideramos correcta la decisión gubernamental de otorgar y pagar con fondos públicos subsidios a los pobres que se encuentran desocupados, marginados o carentes de ingresos, ya que esa actitud constituye un acto de responsabilidad social al que estamos moralmente obligados, pero discrepamos en la forma en que esos subsidios se han instrumentado y los métodos de distribución que se utilizan. Pensamos que urgentemente deben modificarse los mecanismos usados a los efectos de dar mayor transparencia a la ayuda que se presta y despojarla de toda connotación política partidaria.

Consideramos necesario efectuar las rectificaciones siguientes: a) el presupuesto nacional debe especificar la partida correspondiente a esta ayuda, totalmente diferenciada de los demás gastos del Estado u otros beneficios sociales que pudieran corresponder. Se evitará de esta forma la sospecha de la existencia de fondos disimulados en otras partidas que se asignan también a fines sociales; b) la ayuda que se otorga debe exigir contraprestación laboral adecuada a las posibilidades y conocimientos del beneficiario. Quien recibe el beneficio debe saber que éste le genera obligaciones, ya que ello lo lleva a dignificarse con el trabajo, por modesto que sea. No se trata de un obsequio, sino de un aporte solidario que hace la sociedad y que está destinado a asegurar los medios mínimos para una vida digna de la familia; c) la ayuda que se recibe obligará a cumplir ciertas exigencias, tales como asegurar la educación en escuelas públicas de los hijos menores y capacitarse para facilitar su reinserción laboral; d) deberán prohibirse los agrupamientos, manifestaciones y actividades públicas de carácter político, sindical o confesional de los beneficiarios, que muchas veces desvirtúan con esas actitudes el objetivo que se pretende lograr; e) la distribución de los subsidios y el control de las obligaciones de los beneficiarios debe encargarse a organizaciones no gubernamentales regularmente constituidas y a las instituciones religiosas que cada iglesia o religión señale, en proporción a su despliegue territorial y el número de fieles. Deben quedar expresamente excluidas de toda participación en la adjudicación y distribución de los beneficios los poderes políticos del Estado, tanto los de jurisdicción nacional, como provincial o municipal, y f) el Estado, a través de sus organismos de control, ejercerá la supervisión y auditoría, tanto en las adjudicaciones como en el cumplimiento de las obligaciones de los beneficiarios.

Es necesaria una acción solidaria con los desocupados, pobres y excluidos, que deberá ser temporaria, hasta tanto se implante un seguro social u otro mecanismo adecuado, sin connotaciones políticas, sino como expresión de una sociedad que pretende otorgar a todos los hombres los medios para una subsistencia digna. Esto les corresponde por el solo hecho de ser seres humanos y partícipes de las riquezas que generan la naturaleza y el trabajo de todos. Constituirá un acto de justicia y servirá para atenuar la conflictividad social y asegurar la paz interior.

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