Pobreza e inflación, ¿dos cosas aisladas?
El Presidente azota a los supermercados cada vez que la inflación le trae una mala novedad. Debajo de la tribuna, la ministra Alicia Kirchner reparte cocinas y heladeras para mitigar la pobreza y para contribuir, de paso, a las conquistas electorales de su hermano. Puede ser que, al fin y al cabo, las dos noticias no estén tan aisladas, una de la otra, como parecen. El único problema insalvable es que los hermanos Kirchner están más entretenidos con las consecuencias que con las causas de los conflictos.
Hay unos cinco millones de argentinos sumergidos en una pobreza profunda y ya estructural. Llevan casi diez años en esa situación y las cosas no hacen más que empeorar para ellos ¿Qué hacer entonces? El Gobierno ha elegido el camino de los asistentes sociales: hurga en los problemas particulares y trata de resolver las pequeñas carencias. No hay asistentes sociales desocupados en el Gran Buenos Aires: todos trabajan con Alicia Kirchner. Hay, además, un ejército de unos 2500 militantes asalariados, que pertenecieron -o pertenecen- a tres grupos piqueteros convertidos al oficialismo (entre ellos, el de Luis D´Elía), que barren la provincia con esas donaciones. Son los que la jerga política llama "los margaritos". Leen y releen también un catecismo con las ideas básicas del kirchnerismo y con apologías a la gestión presidencial. Así, los pobres seguirán siendo pobres. Ellos necesitan, sin duda, de la ayuda estatal para resurgir de la miseria. Pero la primera necesidad consiste en devolverlos a la costumbre del trabajo, a esa cultura social que armó a la Argentina desde que se inventó como nación.
Hasta la Gran Bretaña de Thatcher les dio, por ejemplo, una enorme importancia a las pymes para amortiguar el conflicto social. Esas pequeñas empresas podrían ser subsidiadas para que contraten personal que es, necesariamente, de muy baja productividad. Investigadores privados aconsejan que un subsidio debería ser otorgado a los que no tienen solución fácil ni rápida, aunque instrumentado por un organismo técnico, ajeno a las ambiciones y a las pasiones de la política.
Con todo, la asignatura más perentoria es ahora la de aplicar un programa educativo intenso, casi un shock, en el universo de los más desposeídos; el Estado debe permitirles a los hijos de los desocupados fugarse del ingrato destino de sus padres. La opción consiste, entonces, en seguir mirando los pequeños problemas familiares, y gastando recursos en ayudas pasajeras e inútiles, o centrar la mirada en ese universo de cinco millones de argentinos para abarcarlo como un conflicto imponente e ineluctable. Esto último podría resolver el drama social, en un plazo no muy largo, y frenaría, sobre todo, la ampliación de ese ancho círculo de argentinos segregados.
La primera alternativa, en cambio, terminará por hacer funcional la pobreza a los intereses electorales. La dádiva aguarda siempre una recompensa. Kirchner ha tomado -es cierto- algunas medidas para reducir los subsidios y para achicar los gastos burocráticos del gasto social. Pero no ha cambiado la concepción para resolver el injusto drama de un país que nunca podrá explicar la pobreza, salvo que la ineptitud de sus dirigentes haya alcanzado el rango de explicación académica.
La inflación golpea, antes que a cualquier otro, a ese universo de muy pobres. Empuja, al mismo tiempo, a más argentinos hacia la degradación de la miseria. Las cifras de la inflación de septiembre no fueron buenas; triplicaron las previstas. Técnicos imparciales aseguran que los supermercados no son culpables de nada y que, por el contrario, tienen los precios aun por debajo de la inflación. Kirchner golpea sobre las góndolas cuando la realidad es más compleja. Hay componentes importados (con precios en dólares) en muchos productos.
Y hay también saturación de la capacidad productiva en varios rubros, como el textil. Una ley irremediable de la economía dice que los precios suben cuando la oferta es menor que la demanda. Kirchner puede pelearse con los manuales de la economía, pero no podrá cambiarlos. Los detestados manuales aseguran que hay sólo dos formas de combatir los estruendos de la inflación. Una manera es la que proponen los economistas ortodoxos del Fondo: enfriar la economía, bajar el consumo y anestesiar el entusiasmo colectivo. Ni Kirchner ni Lavagna están dispuestos a suscribir esa receta. Una cabriola mal hecha podría significarles un lugar en el cementerio de los políticos desorientados.
Otra fórmula, que no repudia la ortodoxia, señala la inversión masiva y sólida como el antídoto de la inflación. Las distintas alas del Gobierno no están tan enfrentadas. Esa solución la imaginan tanto Lavagna como Kirchner y Alberto Fernández, jefe de Gabinete. Sucede sólo que el Presidente está viviendo los días culminantes de su campaña y le es más expeditivo sacudirlo a Alfredo Coto que hablar de las complicadas soluciones. Una pregunta recurrente se refiere a si el Presidente poselectoral se decidirá a liderar el proceso de seducción de inversores y de creación de un clima indispensable para las decisiones de éstos. Alberto Fernández suele asegurar que Kirchner se dedicará luego a consolidar las columnas fundamentales -y ausentes aún- de un crecimiento permanente de la economía. Paciencia: habrá que esperar quince días.
La relación es exactamente inversa con los gremialistas. Nunca Kirchner se animó a meterse en público con ellos. Pero en privado interpuso su cuerpo frente a los camioneros de Hugo Moyano y a los pilotos de los aviones de cabotaje, que amenazaban con una campante huelga el día en que empezaba un fin de semana largo. Dicen que sus diálogos telefónicos con esos gremialistas exhalaron más aires de ruptura que de alianzas. Ultimátum para ellos. Un paro, el de los camioneros, se levantó; el otro no llegó a realizarse. Sindicalistas desenfrenados pueden espantar a cualquier inversor.
El entredicho político con Francia no fue un buen mensaje a los inversores. La situación de Suez ya está decidida, aquí y allá, y no queda más espacio que para una ordenada transición de Aguas Argentinas hacia otro dueño. El vapuleado discurso del embajador francés, Francis Lott, fue víctima de la síntesis. Se trató de una pieza donde el mayor esfuerzo del diplomático, más del 95 por ciento del tiempo, estuvo puesto en subrayar la buena relación entre su país y la Argentina. Habló de la política de derechos humanos, de las coincidencias en las Naciones Unidas, de la cooperación en Haití, de la influencia cultural de su país y de la confianza de las empresas francesas con negocios privados en la Argentina. Las preguntas se improvisan y las respuestas también. Con palabras felices o desdichadas, Lott también respondió sobre los manejos del Gobierno en el caso Suez y sobre la opinión de su gobierno. La conocemos: Chirac nunca entendió por qué esa empresa recibió una propuesta para firmar un acuerdo con párrafos en blanco (los referidos a las tarifas) después de dos años de vacilantes negociaciones.
En la oficina presidencial se sigue sosteniendo que existe una bella relación con Chirac. En tal caso, Chirac coincidiría más con Kirchner que con su embajador y desconocería siglos de experiencia diplomática francesa. Pongamos los pies sobre la tierra. Nada se resolvería nunca si la conjetura le ganara todos los combates a la evidencia.
Por Joaquín Morales Solá
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viernes, octubre 14, 2005
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2 comentarios:
Excelente!!! Esperemos que después
de las elecciones recapaciten y obren en consecuencia..
Pobreza e inflación, ¿dos cosas aisladas?
Excelente!!! Esperemos que después de las elecciones recapaciten y obren en consecuencia.
Roberto Di Vincenzo
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