sábado, enero 14, 2006

Mientras duerme la Casa Blanca

Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION

HIGHLAND PARK, N.J. Contra lo que se supone, América latina tendrá mucho que agradecerle a George Walker Bush cuando se vaya de la Casa Blanca, en enero de 2009, si acaso no lo expulsan antes. En los últimos cinco años, Bush se ha distraído tanto que sus vecinos del Sur ya no son los mismos. Hasta que sucedió el atentado a las Torres Gemelas, en septiembre de 2001, era -desde George Washington- el presidente de su país que más días de vacaciones se había tomado. Después, la cruzada por imponer en Afganistán e Irak su propia versión de la democracia le sacudió el letargo. En esos afanes deformó la cultura norteamericana a tal punto que ahora tampoco los Estados Unidos son los mismos.

A comienzos de su gobierno eran impensables el espionaje de la vida privada de los ciudadanos, la defensa de la tortura a cara descubierta, la filtración de noticias a la prensa para quitarse de encima a testigos incómodos, la concesión de botines de guerra a los aliados políticos -como sucede con los contratos ventajosos que, en Afganistán e Irak, favorecen a Halliburton, una empresa afín al vicepresidente Dick Cheney-, el arresto sin pruebas ni derecho a defensa de sospechosos. Tampoco había lobbistas dispuestos a dar los nombres de congresales sobornados, como acaba de suceder con Jack Abramoff, quien ha sembrado el terror en las filas republicanas. Si alguien hubiera contado estas historias cuando, en diciembre de 2000, un puñado de votos dudosos estaba decidiendo la elección en Florida, nadie las habría creído.

Ahora, con el país cambiado, los Estados Unidos no pueden entender a América latina, porque se le parecen más de la cuenta. No a la actual, sino a la del pasado. Y no en la riqueza sino en la locura. Desde comienzos del siglo XX hasta hace muy poco la mayoría de los gobiernos latinoamericanos fueron, como se sabe, aliados incondicionales o servidores directos de Washington. Cuando la insumisión se pasaba de la raya, el freno era inmediato, como sucedió con la Guatemala de Jacobo Arbenz, en 1954; con la República Dominicana de 1965 y con el Chile de Salvador Allende, en 1973. El miedo a que otro Fidel Castro creara un segundo frente rebelde ha movido la imaginación y la mano de las sucesivas administraciones, desde John F. Kennedy en adelante. Castro fue un hijo irrepetible de la guerra fría y su régimen está languideciendo, pero la idea de que se reencarne en otros gobernantes eriza la piel de mucha gente en Washington. Desde hace tres años, la mayoría de los gobiernos de allá abajo ya no cree en las recetas neoliberales. La marea crece, irreprimible.

De las nueve elecciones presidenciales previstas para 2006 en América latina, hay dos que podrían ser ganadas por candidatos adversos a los Estados Unidos: Daniel Ortega en Nicaragua y Ollanta Humala en Perú. Nadie sabe qué hará Evo Morales en Bolivia. Y casi todos los analistas prevén que Hugo Chávez podría tratar de expandir aún más su influencia después de que sea reelegido en Venezuela. Lo que Estados Unidos tarda en entender es que en el juego del poder algunas monedas se han dado vuelta. Los partidos políticos tradicionales están en caída libre, devorados por años de fracaso y por una corrupción que llega a los huesos. Han surgido alianzas inesperadas y líderes autoritarios con tendencia a la demagogia y al populismo. Tanto en Chile como en Uruguay los socialistas están gobernando por primera vez sin zozobras sociales ni militares. México emergió de siete décadas de hegemonía del PRI, el Partido Revolucionario Institucional.

Nadie habría esperado que el golpista Hugo Chávez pudiera quedarse en el poder trece años -como él pretende que sea-, gracias a elecciones legítimas. En Bolivia ganó la presidencia un indígena, algo sin precedente. Hasta una semana antes de la votación, ni siquiera Evo Morales imaginaba que su triunfo sería demoledor. La novedad es que los nuevos líderes latinoamericanos ya no les temen a los Estados Unidos. Cuando gobiernan, piensan menos en lastimar a Washington que en defender los intereses nacionales. Eso crea confusiones, porque los diarios de Estados Unidos llaman izquierda y derecha son simplificaciones de una realidad mucho más compleja.

A comienzos de enero, por ejemplo, el corresponsal de The New York Times en el Cono Sur publicó esta curiosa frase: "...el pago de 9800 millones de dólares [para cancelar la deuda del Fondo Monetario Internacional] es un importante hito simbólico y sólo uno de los varios y recientes signos de que el presidente Néstor Kirchner parece estar concentrando más poder en sus manos y llevando el gobierno hacia la izquierda". ¿Qué significa izquierda en este ejemplo? ¿Más estatismo, afán de justicia social, hostilidad a la propiedad privada, sociedad sin clases? ¿O se entiende que la izquierda es sólo la acumulación de poder? ¿Y desde cuándo pagar una deuda es signo de populismo? ¿Qué sería, entonces, insistir en el default? ¿Una ocurrencia de la derecha?

La realidad latinoamericana es tan compleja que cualquiera la lee como mejor le parece. Por eso, George W. Bush, el presidente norteamericano que más vacaciones se ha tomado, prefiere no leerla de ninguna manera. También a la propia América latina le cuesta leerse a sí misma. Evo Morales ha empezado creando, antes de gobernar, dos problemas serios: por un lado, quiere alzar los precios del gas que le vende a la Argentina a niveles casi imposibles de pagar. Por el otro, advierte que todas sus conversaciones con Chile tendrán como obligatorio telón de fondo el reclamo boliviano de una salida al mar. Es otra manera de privilegiar los intereses nacionales, ya no contra los Estados Unidos sino en relación con los países vecinos. Con esas dos tomas de posición, Morales hará más difícil la convivencia en el Cono Sur. ¿Pero acaso Chile y la Argentina actuarían de diferente manera si estuvieran en el lugar de Bolivia?

América latina, como se sabe, es un continente de rarezas, en el que siempre está sucediendo lo que nadie espera. ¿Quién hubiera dicho, por ejemplo, que en el momento en que Chávez prometía financiar una gigantesca tubería para transportar el gas desde la cuenca del Orinoco, a través de las soledades amazónicas, hasta el puerto de Buenos Aires -una obra faraónica y afiebrada, que costaría, si se hace, varios miles de millones de dólares-, en ese preciso momento, la única vía de comunicación entre Caracas y el litoral venezolano, donde están su aeropuerto internacional y los muelles por los que ingresa un tercio de las mercancías, estaría desplomándose y seguiría en estado de inutilidad hasta el sol de hoy? La única vez que eso pasó, hace treinta años, los pasajeros eran transportados en vuelos especiales desde un aeropuerto militar en la capital hacia el mar Caribe. Duró una semana y Caracas parecía haber enloquecido. Ahora, la travesía se está haciendo por un camino lleno de pozos, que también puede colapsar, y que atraviesa pueblos con altos índice de miseria y crimen. Chávez ha reconocido, por un lado, que el viaducto no tenía salvación y que eso se sabía desde hace dos años. Por el otro, ha prometido que una autopista nueva estará construida en el primer trimestre del año que viene, a un costo sideral, aunque todavía no hay la menor idea de cuál sería su trazado. Si Chávez sabía hace dos años lo que iba a suceder, ¿por qué no empezó entonces la construcción?

A pesar de esos desconciertos de la realidad, América latina está saliendo mejor parada de lo que se pensaba. El crecimiento económico es alto, la democracia se ha consolidado, y no sólo lo que en Estados Unidos se llama izquierda está cambiando la atmósfera de la región. También han surgido dirigentes conservadores -como los de Chile y México- que obligarán a repensar los proyectos nacionales. Al final de cuentas, la siesta larga de George Walker Bush, tan llena de sueños babilónicos y por lo tanto lejanos, está permitiendo que América latina se encuentre a sí misma.

http://www.lanacion.com.ar/772145

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