jueves, enero 05, 2006

No existe la democracia de uno

En las democracias nunca se otorga la totalidad del poder a nadie, sino que se lo distribuye entre órganos distintos para evitar que la concentración de poder coloque en riesgo los derechos de todos.

Ricardo Gil Lavedra. Presidente de la Convención de la UCR Capital.

En los últimos días del año la ciudadanía asistió a una intensa polémica en torno a un proyecto, que cuenta ya con media sanción del Senado, tendiente a modificar la ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura.La negativa conjunta de la oposición a la iniciativa oficial, con base en el desconocimiento del "equilibrio" que la Constitución requiere para la integración de aquel órgano mereció una destemplada reacción del Presidente, quien imputó a los que no compartían el proyecto del gobierno "ser parte del pasado" e "impedirle gobernar".

Este episodio se suma a otros, como las expresiones de la senadora Fernández de Kirchner, en cuanto sustentó la fuerza de sus argumentaciones en estar "sentada sobre tres millones de votos", o la decisión de los legisladores oficialistas de prorrogar la emergencia, sin debate alguno, otorgando mayores y difusas facultades legislativas al Poder Ejecutivo.

Pareciera que detrás de estos sucesos se encuentran ciertas ideas decisionistas sobre la manera de ejercer el poder, según las cuales el importante apoyo electoral que recibió el Gobierno en las elecciones del pasado 23 de octubre suponen una amplia habilitación del pueblo para gobernar libremente e imponer la fuerza de la mayoría a la oposición. Esta última, perdidosa en las elecciones, debería entonces abstenerse de trabar la acción del Gobierno.Entiendo que este modo de pensar deja de lado principios básicos del funcionamiento de las sociedades democráticas. La regla de la mayoría es un procedimiento para adoptar resoluciones luego de agotado un debate racional que permite cambiar preferencias en procura de la imparcialidad, porque la mayoría no representa a todo el pueblo, sino a una parte de éste.

La soberanía popular también se expresa a través de la minoría, que debe ejercer honestamente la oposición. Cuando el pueblo ejerce una opción no pierde su libertad para cambiar de opinión en el futuro, por lo que las mayorías de hoy pueden ser las minorías del mañana y viceversa.En consecuencia, el principio de la mayoría no es absoluto sino limitado por los derechos de la minoría, por la separación de poderes, el sistema de frenos y contrapesos y el control de la justicia constitucional.

En las democracias nunca se otorga la totalidad del poder a nadie, sino que se lo distribuye entre órganos distintos para evitar que la concentración de poder coloque en riesgo los derechos de todos. En la audiencia pública convocada por casi todos los partidos políticos de oposición, de muy diferente ideología en algunos casos, se cuestionó la ruptura de las reglas básicas del juego democrático, en el caso de la existencia de una justicia independiente y la concentración excesiva de facultades legislativas en el Poder Ejecutivo. Ambos aspectos hacen a la esencia de cualquier república y no dependen de concepciones de derecha o de izquierda.

La independencia de los jueces se encuentra amenazada si el Poder Ejecutivo se asegura un poder de veto en la integración de las ternas de los candidatos a jueces o en la decisión de llevar adelante la remoción de un magistrado.La sola existencia de dicho poder resulta objetivamente un elemento de presión sobre el ánimo de los jueces que puede influir sobre la independencia de sus resoluciones.

De igual modo, la potestad de dictar leyes de alcance general obligatorias para todos los ciudadanos debe estar, en una república, a cargo de una asamblea donde se encuentren representados los intereses plurales de una sociedad. Respecto de esto último, si el desequilibrio entre el Congreso y el Presidente era ya brutal, a través de una amplísima delegación legislativa y el abuso en el dictado de decretos de necesidad y urgencia, la reciente sanción de la ley 26.077 supera todo lo imaginable. En efecto, dicha ley no sólo prorroga la emergencia social, económica, administrativa, financiera, cambiaria, sanitaria, ocupacional y alimentaria, sino que faculta al Poder Ejecutivo a "adoptar las medidas necesarias tendientes a lograr una salida ordenada de la situación de emergencia pública" (art. 1°).

La generalidad, imprecisión y ausencia de límites de tal concesión, que roza "la suma del poder público", importa una nueva abdicación de facultades legislativas que no reconoce antecedentes, pues prácticamente autoriza al Poder Ejecutivo a sancionar las normas que desee, a su solo antojo. La mención a un eventual control por parte de la Comisión Bicameral de Seguimiento (art. 6°) no puede atenderse seriamente si se repara en la casi nula actividad que ha tenido ese órgano hasta el presente.

La apelación a un estado de emergencia permanente, a una situación de excepción que habilita poderes extraordinarios en una sola persona, con difusos límites y escasos controles, sustentándose en el argumento de que esa es "la voluntad de la mayoría del pueblo", nada tiene que ver con una democracia constitucional en la que rija un Estado de derecho, sino con un régimen sin reglas y basado en la sola voluntad de un hombre.

La Argentina precisa estabilidad y previsibilidad, como condición indispensable para su progreso económico y social, que las normas sean dictadas por los órganos habilitados para ello, que sean observadas por las autoridades y los ciudadanos, que una justicia independiente controle sus desvíos y que las decisiones colectivas sean fruto de un debate serio de ideas. Sólo así la tan mentada "calidad institucional" dejará de ser una declamación hueca de sentido.

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