No acostumbrarnos a la pobreza
Desde hace bastante tiempo, el índice que da cuenta de las condiciones de pobreza en que sobrevive un vasto sector de la población está presente, con mayor o menor insistencia, en todos los informes relativos a la calidad de vida de los argentinos. Puede ocurrir que el índice experimente en algún caso un mínimo aumento o un mínimo descenso, pero difícilmente el dato sobre los niveles de pobreza existentes desaparecerá de las encuestas o de los diagnósticos destinados a conocer la situación en que se encuentran, en nuestro país, los distintos sectores de la población desde el punto de vista de los ingresos salariales que cada familia necesita para solventar sus necesidades mínimas. Esto conlleva un riesgo: que nos acostumbremos a convivir con la pobreza; es decir, que terminemos aceptándola como un componente inevitable del paisaje social, como una realidad de la cual no es posible prescindir. Y el acostumbramiento tiene, en este caso, consecuencias muy malas, pues tiende a llevarnos a la indiferencia, a una creciente insensibilidad ante el dolor o el malestar de quienes carecen de los recursos mínimos indispensables para asegurar la subsistencia de su grupo familiar.
La pobreza, de tanto hablar de ella, puede terminar convirtiéndose en un dato abstracto de la realidad, en un concepto estadístico descarnado, del cual oímos hablar con naturalidad, como si detrás de él no se escondiera un caudal de privaciones y de sufrimientos humanos intenso y visceral. No es bueno que el drama de la pobreza pase a ser un problema más entre los muchos que arrastra el país. Es necesario que consideremos a la pobreza como lo que es: una afrenta que hiere o lesiona el derecho esencial e inalienable de todos los habitantes del país a vivir con dignidad. No debemos olvidar en ningún momento que la pobreza implica muerte, enfermedades, destrucción de la familia, exclusión, marginación, niños sin auténticas vivencias de infancia, jóvenes imposibilitados de incorporarse al sistema social.
En una sociedad con tantas posibilidades de crecimiento como es la argentina, la existencia de vastos sectores sumidos en la pobreza plantea un grave dilema ético. Y obliga a considerar el tema en sus implicancias económicas, sociales, culturales e institucionales. La existencia de índices de pobreza crecientes compromete la calidad moral de la convivencia entre argentinos y afecta las bases de la gobernabilidad democrática. En el curso de 2006 todos deberíamos permanecer alertas ante llamados como el que acaba de formular el obispo Jorge Casaretto, presidente de la Comisión de Pastoral Social del Episcopado, quien días atrás señaló que existen en la Argentina más de 400.00 familias pobres que no tienen protección de ninguna naturaleza.
Se impone hoy en el país la celebración de un acuerdo social nacional entre todos los sectores, con el fin de combatir la pobreza. La responsabilidad principal deberían asumirla, por supuesto, los poderes públicos, mediante el cumplimiento de las disposiciones constitucionales pertinentes y la fijación de las prioridades y políticas de Estado que correspondan. Pero en esa tarea debe colaborar también, necesariamente, el sector privado: es fundamental el aporte que pueden y deben hacer las organizaciones de la sociedad civil en sus múltiples manifestaciones, las instituciones intermedias, las universidades y los medios de comunicación masiva. Nadie debe estar ausente en ese supremo compromiso de responsabilidad social. El apoyo a los sectores menos favorecidos del país debe estar orientado al fortalecimiento del capital social que esos núcleos rezagados de la población representan, más allá de su circunstancial debilidad, en el marco de una vasta acción destinada a reinsertarlos plenamente en la economía nacional. Se debe estimular en las distintas comunidades, aun en las más pobres, un esfuerzo de cogestión y de capacitación de sus líderes, con especial respeto por sus particularidades culturales y con una clara intención de mejorar su autoestima.
Es necesario generar oportunidades, alentar la capacidad productiva de cada sector, apoyar y articular los proyectos ya existentes en cada comunidad y, sobre todo, generalizar el acceso al crédito y a la tecnología como recursos que potencien y faciliten su incorporación a los mercados. El esfuerzo de solidaridad que se pide tiene -como nadie ignora- una base argumental religiosa y filosófica, que convierte a la lucha contra la pobreza en un compromiso con la propia fe o con la propia coherencia moral o humana. Recuérdese que en uno de los libros del Antiguo Testamento -pilar del judaísmo, del cristianismo y del islam- está contenida esta frase imperativa: "No desatenderás la sangre de tu prójimo". En el Nuevo Testamento resuena la famosa frase de Jesús: "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Las religiones orientales suscriben pensamientos tan potentes como éste: "Aquel que regala una cosa a otro se queda con la fragancia en la mano". Aquellos que no adhieren a ninguna fe religiosa, por su parte, disponen de un extenso repertorio de frases y pensamientos célebres que invitan a pensar en el prójimo en términos de solidaridad, abnegación y amor.
No hay cultura social que no reserve un espacio para la exaltación del gesto solidario. De eso se trata. Se requiere que cada uno active en su pensamiento el compromiso con sus creencias más íntimas -de orden religioso o de pura extracción intelectual o filosófica- para sumarse a un frente de lucha común en el que todos coincidamos con un único y supremo objetivo: ayudar a que nuestros hermanos más desprotegidos liberen definitivamente sus capacidades y sus fuerzas, ocupen los espacios que les están reservados en la sociedad productiva y se sumen ellos también al esfuerzo generalizado de todos los sectores por aniquilar las estructuras paralizantes de la pobreza. Que nadie se desentienda, en nuestro suelo, del compromiso por ampliar cada día más los límites de la Argentina posible, la del crecimiento sustentable y solidario, la del país que nos incluye a todos.
http://www.lanacion.com.ar/770446
sábado, enero 07, 2006
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