Buscando otro cardenal Samoré
Por José Luis de Imaz
Para LA NACION
Somos muy toscos en la solución de nuestros conflictos internos, y con mucha mayor razón en los externos. Casi siempre salimos lanza en ristre, en un todo o nada. “Eso es nuestro”, clamamos, y nos quedamos sin nada. Estamos a leguas de distancia de las sutilezas, barroquismos y capacidad de negociación de los brasileños. Pero, por supuesto, ha habido excepciones.
En estas mismas páginas, Carlos Ortiz de Rosas informó cómo poco antes de morir el general Perón autorizó a iniciar una negociación con Gran Bretaña para una doble soberanía en las islas Malvinas. Después nadie tuvo su estatura política para intentar algo parecido. En el momento más crucial de la guerra llegó el ofrecimiento del presidente peruano Belaúnde Terry, sugiriendo una mediación de tres banderas. La tercera hubiera sido la de Naciones Unidas. Pero esta oferta coincidió con el hundimiento del General Belgrano.
En una instancia conflictiva como la que actualmente tenemos con Uruguay, ambos países necesitamos un hábil componedor, un buen negociador externo. En el pasado reciente, el mejor de todos fue el cardenal Antonio Samoré.
Cuando, en 1978, el conflicto argentino-chileno por las islas del Beagle llegaba a su cúspide, el primero que hizo una gestión en pro de la intervención papal para mediar en el conflicto fue monseñor Larrain, obispo de Talca, que gozaba de gran predicamento en la juventud chilena. Pero para poner en marcha los mecanismos conciliatorios era indispensable que así lo hicieran ambos presidentes. Videla estaba a favor de una solución pacífica, pero no tenía suficiente capacidad de mando como para imponerse a las otras armas y, menos aún, a los duros de Ejército. De todas maneras, tras el encuentro fallido de Puerto Montt, Videla y Pinochet convinieron en solicitar la intervención papal. Hacia diciembre de 1978 arribó a Buenos Aires el canciller Cubillos, hábil negociador viñamarino, que venía con la expectativa –anticipada por el canciller argentino, brigadier Pastor– de que en esa oportunidad podía firmarse el convenio de partes que pusiera en marcha la mediación. Pero en medio de los festejos oficiales, Pastor insistió en condicionar la mediación, ya que ésta debía contener el “principio bioceánico”. Tal “principio” no consta en la letra del Tratado de 1881, que rige, en lo sustancial, la cuestión fronteriza entre nuestros países. Nosotros argüimos que está en su espíritu. Chile lo desconoce. Así fue como Cubillos regresó cabizbajo a Pudahuel: la guerra era inevitable.
Realmente, nosotros carecíamos de justos títulos para reclamar las islas Nueva, Picton y Lennox. Están ubicadas al sur de la línea de navegabilidad del Beagle, y además nunca tuvimos posesión útil. Cuando el pastor Bridges terminó su pastorado con los yaganes en Ushuaia, pasó a ser estanciero en el punto más austral de Tierra del Fuego, en la Estancia Harberton. Frente a la casa de la estancia está la isla Gable, cuya posesión Bridges pidió al general Roca. El Congreso Nacional se la concedió por ley. Cuando, tras esta solicitud, Bridges quiso ampliarla a la isla Picton, el gobierno argentino le contestó que eso debía pedirlo en Santiago. Las autoridades chilenas le concedieron la tenencia de esa tierra pública. A partir de entonces, Chile designó sucesivos alcaldes de mar en las tres islas, sin que la Argentina lo cuestionara nunca.
Providencialmente, en los mismos días en que fracasaba la misión Cubillos, el cardenal Primatesta se encontraba en Roma. Pero es significativo que el Papa le concediera una entrevista privada de más de una hora de duración. Nada se sabe de ese encuentro, pero cabe presumir que el cardenal Primatesta le transmitió al sumo pontífice la ansiedad de un momento que los cables oficiales no llegaban a brindar. Y, sin duda, además, lo anotició del talante bélico de la Guarnición Militar Córdoba, y especialmente de su comandante. Lo cierto es que al día siguiente el Papa convocó a su comité asesor y que para el día de Navidad envió a ambos presidentes su acuerdo para ser el mediador; además, informó que su representante y responsable de los buenos oficios iba a ser el cardenal Samoré.
Juan Pablo II apenas conocía a este cardenal, director de los Archivos Vaticanos, pero tuvo plena confianza en el nombre que le había elevado su secretario de Estado, cardenal Casaroli. Como decía esa cazurra personalidad de monseñor Pironio, el cardenal Samoré era el único casado en la curia romana: estaba casado con América latina, adoraba a América latina.
Samoré había sido nuncio en Bogotá, hablaba castellano a la perfección y era el gran impulsor del Consejo Episcopal para América Latina (Celam). Tenía las mejores condiciones para acercar, sabía escuchar durante horas y, con sus 73 años, no tenía ningún empacho en tomar los aviones que fueran necesarios para cumplir con su cometido. Pero, fundamentalmente, era un hombre de oración.
Así consiguió que en un muy caluroso día de enero ambos países firmaran en Montevideo su aceptación de la mediación, sin limitación temática alguna, y se comprometieran a deponer las armas.
Después se integraron las comisiones que presentaron sus alegatos en Roma. Presidía la delegación argentina un general de caballería retirado en 1951, pero bien asesorado por tres embajadores de la carrera diplomática. La delegación chilena la presidió el embajador Bernstein, retirado, pero convocado especialmente por sus conocimientos técnicos. Bernstein era demócrata cristiano y había sido subsecretario de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva. Era, obviamente, opositor al régimen, pero era el que sabía. Pro Chile loquor, es decir “por Chile me expreso”, es la divisa de la Escuela Diplomática Andrés Bello. Esto quiere decir que los intereses permanentes del país están por encima de todas las banderías. ¡Qué lejos estamos de eso!
El papa emitió su mediación a partir del informe técnico de Samoré. Todas las islas fueron reconocidas como chilenas, y a partir del extremo este del Beagle se trazó una perpendicular para enmarcar áreas exclusivas de cada país. El general Menéndez impugnó esta mediación alegando que no se podían trazar fronteras que no fueran sobre base tierra, desconociendo que el instrumental técnico moderno señala con toda precisión en qué minutos y segundos de paralelo se encuentra un barco en alta mar.
Como varios sectores argentinos se oponían al resultado de la mediación, el presidente Raúl Alfonsín, que confiaba más en el voto popular que en la autoridad pontificia, la sometió a referéndum. El tema fue planteado en los términos tolstoianos de guerra o paz. Adicionalmente, el gobernador Angeloz sostenía que si el plebiscito resultaba favorable, automáticamente se abría el paso de San Francisco. Nadie sabía dónde quedaba este paso, pero no dudábamos de que, una vez expedito, miríadas de productos cordobeses invadirían un mercado chileno ávido. Lo cierto es que el plebiscito ratificó la mediación. Samoré había muerto, agotado, en abril de 1983.
Evidentemente, nosotros y el Uruguay necesitamos un buen componedor, y éste tendría que ser un gran estadista. Los estadistas, en el mundo contemporáneo, son artículo escasísimo. ¡Quién sabe si llegan a diez jefes de Estado! Y nosotros tenemos uno al alcance de la mano, precisamente el único que habla español. Vive a hora y media de vuelo de Buenos Aires y a otro tanto de Montevideo.
Se trata de un presidente vecino que acaba de finiquitar su mandato con total apoyo popular y la aquiescencia de todos los sectores sociales de su país. Cuando se ciñó la banda tricolor, su madre le dijo: “¡Hijo, en qué lío te has metido!”. Horas después de pasarle la banda a la mujer que lo sucedió, visitó el Cementerio General, en Santiago, para rendirle cuentas a su madre.
Y además tiene una coloración política coincidente con la del Frente Amplio del Uruguay y conoce muy bien a Néstor Kirchner, con quien departió horas en el sosiego de El Calafate, y sabe que nosotros no cumplimos nuestra palabra de la provisión de gas, que dimos prioridad al consumo interno. Pero eso él nunca lo cuestionó, seguramente convencido de que en circunstancias similares, pero al revés, él hubiera hecho otro tanto.
Culminó su mandato con un abrazo con el presidente de Bolivia, con lo que cerró un ciclo de desencuentros nacionales, y ordenó el desminado de la frontera con la Argentina que se prolonga desde las épocas de Pinochet.
El autor es licenciado en Ciencias Políticas y Diplomáticas.
viernes, mayo 12, 2006
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