sábado, mayo 27, 2006

La educación y el debate necesario

Que se despliegue, en buena hora, el debate en torno a la proyectada ley de educación. Pocas cuestiones son más fundamentales. Pocas propuestas más auspiciosas. Entre los problemas educativos que cabe resolver, el de los contenidos de la enseñanza dista de ser el menor. Junto al analfabetismo convencionalmente entendido está el que consiste e insiste en concebir a los educandos como seres a los que sólo se debe capacitar para su exclusivo desempeño profesional.

Un hombre educado de ningún modo se reduce a ser un experto en este o aquel asunto. Es indiscutible que en el mundo de hoy la capacidad competitiva de las naciones descansa sobre lo que cada una sabe mucho más que sobre lo que cada una tiene. Pero es también ese mundo de hoy el que evidencia la hondura de la grieta abierta entre desarrollo tecnológico e indigencia cultural en las sociedades que reducen la subjetividad deseable al cumplimiento de los ideales del consumo.

Etica y eficacia no ocultan su divergencia allí donde el progreso objetivo se muestra mejor afianzado. ¿Qué significa entonces la palabra conocimiento? ¿Aptitud para competir, únicamente? Aunque sea indispensable, queda claro que no basta. De lo que fundamentalmente se trata es de saber advertir si el mundo que genera esa dramática disociación entre capacitación y cultura es el mundo en el que queremos vivir.

Los criterios que lleguen a adoptarse para dar curso a la formación de nuestros docentes venideros no pueden desconocer este dilema esencial. Debemos decidir si, en nuestro caso, se trata de crecer sólo con los pies en la tierra o de crecer, a la vez, con la mirada en el horizonte, es decir con alguna sabiduría. Es obvio que la educación debe promover mayor inclusión social y una mejor integración planetaria.

Pero si, además, ha de ser éticamente significativa, no puede dejar de alentar la reflexión sobre el rumbo adoptado, en términos de una mejor calidad de vida humana, por ese mismo mundo que hoy se arroga, no sin jactancia, los atributos del progreso. Hay pues en el país un atraso específico que ya abarca tres décadas. Es el que atañe a su preparación científica y tecnológica.

Pero hay también otro atraso más básico cuya superación no debería ignorar el proyecto educativo en debate. Es el referido a la formación cívica y espiritual de sus futuros profesionales y especialistas. Sin tecnología no iremos, claro está, a ninguna parte. Pero con tecnología solamente encallaremos en un pragmatismo sin sustancia. Con ello, la vieja ignorancia será reemplazada por una nueva, no menos nefasta para la constitución de una auténtica ciudadanía democrática.

El riesgo derivado de ese empobrecimiento espiritual no será menos decisivo que el que hoy afecta a la población integrada por lo cientos de miles de niños argentinos que no egresan de la escuela básica o al casi medio millón que no termina la secundaria.

En lo relativo a las escuelas primarias que hoy reciben a los niños provenientes de los sectores más desamparados, no se trata apenas de acondicionarlas para que estén, en todos los aspectos, a la altura de las mejores dotadas.

Para perfeccionar sustancialmente la calidad de las escuelas pobres deberíamos interrogarnos sobre los alcances de las nociones de subjetividad y significado de la vida que, implícita o explícitamente, se imparten en esas escuelas mucho más favorecidas. Sólo así llegaremos a saber si lo que cabe, básicamente, es proyectar sobre las indigentes lo que producen las que no lo son.

Derramar hacia abajo puede ser tan problemático como no hacerlo. La agenda de discusión de la futura ley de educación no puede dejar de contemplar el análisis de este procedimiento que supone que la igualdad de oportunidades implica extender a todos la aplicación de un único modelo válido, hoy restringido a una minoría.

Cabe preguntarse qué idea del hombre gobierna los fundamentos de ese modelo. Para ello será preciso contar con una auténtica filosofía de la educación. El saneamiento pedagógico del país no se logrará sin ella.

Por Santiago Kovadloff, para La Nación

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