martes, mayo 09, 2006

Tentaciones carnales

Jorge Guinzburg, para Clarín del 7 de mayo de 2006

Salté de la cama, con los ojos desorbitados y la respiración acelerada. Alcancé a mirar el reloj sobre la mesa de luz: no habían pasado más de 10 minutos desde el momento en que apagaba el televisor, intentando dormir. Sin embargo, en el escaso lapso que duró la hipnosis, transcurrieron semanas enteras. Hacía mucho tiempo que no tenía un sueño tan intenso, de esos ideales para contar en sesión. Pensé en anotarlo pero supuse que lo recordaría; incluso sabía muy bien qué lo había inducido.

Sin duda todo comenzó al leer la noticia de ese nuevo reality show lanzado esta semana por la televisión norteamericana a través de la cadena A&E con el sugestivo título "Dios o la chica".

En el ciclo, 4 jóvenes seminaristas, futuros sacerdotes católicos, deben vencer las tentaciones mundanas que los productores del programa se encargarán de multiplicar semana a semana. Entre ellas, mujeres hermosas dispuestas a confesarles su amor incondicional y mostrarles todos los placeres de la carne (sin lugar a dudas, de exportación, exenta de vedas, restricciones o retenciones impositivas).

Mi sueño también transcurría en un estudio de televisión acondicionado a la manera de la casa de Gran Hermano, el reality que marcó el puntapié inicial de todos los programas de su tipo.

En este caso no se trataba de 4 seminaristas a punto de culminar su carrera sacerdotal sino de 12 políticos argentinos presidenciables quienes también, tal como le pasará a lo largo del ciclo a los aspirantes a curas, debían vencer las distintas tentaciones que los acosaban. Aquellos que sucumbían, eran nominados y debían abandonar la casa.

El título del programa aparecía al principio ocupando toda la pantalla. En letras muy luminosas podía leerse "El pueblo, o sólo me importo yo mismo". En la primera emisión, la tentación era algo menor: se le entregaba a cada concursante una declaración jurada de sus bienes en blanco y debían llenarla; ¿decían la verdad o agregaban autos y propiedades pensando en lo que tendrían al final del mandato? También se les ofrecía regalos costosos que un político honesto jamás debería aceptar pero se les avisaba que nadie se enteraría si se los quedaban.

Después, comenzaron a desfilar vedettes y estrellitas de moda que juraban verlos a todos altos rubios y de ojos celestes. Más tarde aparecían los potenciales compañeros de fórmula. Algunos, aunque parezca mentira, honestos y talentosos y otros con mayor poder adquisitivo y arrastrando un cierto caudal de votos. ¿No era obvio a quienes elegir? Pareciera que no.

Más tarde se sumaban los intendentes mafiosos de esos que es mejor alejarse a menos que se quiera ganar una elección a toda costa. No faltaban los empresarios poderosos ofreciendo mucho dinero para la campaña publicitaria a cambio de una promesa de devolver el favor una vez proclamado presidente. No se qué hacer —le decía al locutor en off, uno de los candidatos sentado en el confesionario— ¿acepto el dinero que me ofrece o me resigno a no tener mi spot televisivo?

En otra de las emisiones comenzaban a volar sobres con dinero que los candidatos debían esquivar o bien tomar, si estaban dispuestos a beneficiar a ciertas empresas en licitaciones millonarias. La cámara registraba lo complicado que les resultaba no aferrar esos sobres abultados.

Uno de los momentos sublimes del ciclo fue cuando un funcionario muy cercano a ellos era pescado in fraganti en un hecho de corrupción. Allí aparecía el juez y descubríamos lo difícil que es no pedirle que sea sobreseído. Tan difícil como no acomodar a amigos, hermanos, primos, compañeros de colegio y sobrinos de sus amantes en importantes puestos de gobierno, digitar el nombramiento de los jueces o negarle pauta publicitaria oficial a los medios que los elogian

.El programa debía permanecer 13 semanas en el aire. Solo duró 4. Allí me desperté, justo cuando el último candidato abandonaba la casa.

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