jueves, agosto 10, 2006

La ciencia y el sentido del límite

Marino: Como conclusión, quisiera proponer una reflexión más general. El conocimiento, el progreso científico, el avance tecnológico crean extraordinarias oportunidades de crecimiento para nuestro planeta pero, al mismo tiempo, ponen en las manos de los investigadores y científicos un gran poder, ligado al hecho de que están en condiciones de intervenir en los mecanismos que regulan el inicio de la vida y de su fin.

La ciencia corre más veloz que el resto de la sociedad y que los parlamentos, encargados de fijar las reglas, pero la mayoría de las veces incapaces de intervenir oportunamente.
A mi modo de ver, se debería requerir con firmeza una asunción de responsabilidad a cada científico comprometido en un campo de investigación vinculado con la esencia de la vida, su creación y su fin. Dejando intacto que la evaluación racional es indispensable, el arbitrio del investigador debería estar disciplinado también por el sentido de responsabilidad equilibrado por la evaluación de los riesgos y sus consecuencias.

No se trata de apelar a la fe o a la religión, sino de enfatizar la toma de conciencia por parte de cada científico. Esto no significa querer detener el progreso científico sino preservar y respetar nuestro bien más precioso, el de la vida.

La historia, sin embargo, nos enseña que apelar a la responsabilidad individual a veces no basta. Por eso, los científicos deben entregar toda información útil y al final deberán ser los parlamentos, o mejor, las instituciones supranacionales, las que fijen las reglas sobre la base del sentir común de los ciudadanos.

Martini: Todos nos maravillamos y nos llenamos de estupor, y por tanto también de gratitud a Dios, por el formidable progreso científico y tecnológico de estos años que permite y permitirá siempre más y mejor proveer por la salud de la gente. Al mismo tiempo estamos conscientes, como usted dice, del gran poder depositado en las manos de investigadores y científicos y de la firme asunción de responsabilidad que les debe permitir investigar evaluando siempre los riesgos y las consecuencias de sus acciones. Estas acciones deben contribuir al bien de la vida y nunca a lo contrario. Por eso, deben también algunas veces saber detenerse y no sobrepasar el límite. Yo me inclino por cultivar la confianza en el sentido de responsabilidad de estos hombres y quisiera que tuvieran esa libertad de investigación y de propuestas que permite el avance de la ciencia y de la técnica, respetando al mismo tiempo los parámetros infranqueables de la dignidad de cada existencia humana. Sé también que no se puede detener el progreso científico, pero se lo puede ayudar a ser cada vez más responsable. Como usted dice, no se trata de apelar a la fe o a la religión, sino de enfatizar el sentido ético que cada uno tiene dentro de sí. Ciertamente, también leyes buenas y oportunas pueden ayudar, pero como usted afirma, la ciencia corre hoy más veloz que los parlamentos. Se exige, por tanto, un ‘sobresalto’ de conciencia y una más que buena voluntad para hacer así que el hombre no devore al hombre, sino que lo sirva y lo promueva. También las instituciones supranacionales deben tomar conciencia del peligro que todos corremos y de la necesidad de intervenciones oportunas y responsables. En esta materia se necesita que cada uno haga su parte: los científicos, los técnicos, las universidades y los centros de investigación, los políticos, los gobiernos y los parlamentos, la opinión pública y también las iglesias.

En lo que concierne a la Iglesia católica, querría subrayar sobre todo su tarea formativa. Ella está llamada a formar las conciencias, a enseñar el discernimiento de lo mejor en cada ocasión, o entregar las motivaciones profundas para las acciones buenas. Desde mi punto de vista no servirán tanto las prohibiciones y los no, sobre todo si son prematuros; aunque algunas veces sea necesario saber decirlos. Pero servirá sobre todo una formación de la mente y del corazón para respetar, amar y servir la dignidad de la persona en todas sus manifestaciones, con la certeza de que cada ser humano está destinado a participar de la plenitud de la vida divina y que esto puede requerir también sacrificios y renuncias. No se trata de oscilar entre rigorismo y laxismo, sino de entregar las motivaciones espirituales que induzcan a amar al prójimo como a sí mismo, es más, como Dios nos ha amado, y también a respetar y a amar nuestro cuerpo. Como afirma san Pablo, el cuerpo es para el Señor y el Señor es para el cuerpo. Nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en nosotros y que recibimos de Dios: por eso no nos pertenecemos a nosotros mismos y somos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo, es decir, en la totalidad de nuestra existencia en esta tierra (cfr. 1 Cor 6, 13.19-20).

De la Revista Criterio de Julio de 2006

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