miércoles, noviembre 23, 2005

Cómo triunfar sin saber leer ni escribir

Marcelo A. Moreno. mmoreno@clarin.com

Para algunos la solución de las cosas es siempre muy complicada y para lograr un objetivo el camino que eligen indefectiblemente es el más largo, el más sinuoso y el más improbable. No lo hacen, como nuestra impaciencia suele señalarnos, por maldad o tontería sino sencillamente porque tienen razones que están fuera del alcance de nuestra razón. En no pocas ocasiones convivimos, trabajamos o estudiamos con esta clase de personas. Y nos suele costar: es una vecindad densa.Guiados por ese sentido nada infalible que llamamos sentido común tendemos a censurar a quienes optan por lo raro para resolver cosas que a nosotros nos parecen de trámite fácil. Y no pocas veces estas diferencias son fuentes de conflictos. El que sigue es un ejemplo extremo.

El canadiense Jacques Demers, de 61 años, es, sin duda, un hombre de éxito. Nacido en Montreal en medio de una familia trágica con un padre alcohólico, violencias y orfandades, llegó a ser un famoso y respetado director técnico de equipos de hóckey sobre hielo en una de las ligas profesionales más importantes del mundo: la norteamericana (NHL). Su carrera se extendió por 15 temporadas, en las que dirigió a cuatro equipos en más de mil partidos, llegó a obtener un campeonato de la liga y la prestigiosa Stanley Cup en 1993, siendo elegido el entrenador del año en 1987 y 1988.

Por estos días la celebridad del hóckey está a punto de publicar sus memorias, que incluyen una asombrosa revelación: hasta hace muy poco, Demers fue un completo analfabeto. Más: hoy se las ingenia para leer pero escribir le representa aún un escollo mayor. Lo increíble es cómo se las arregló para engañar hasta a sus más íntimos, disimulando la falta de un saber imprescindible para su trabajo y su vida cotidiana: ni su mujer estaba enterada del secreto.

Es que más sorprendente que a alguien nacido en un país tan desarrollado como Canadá no le haya llegado la alfabetización es cómo, manejándose en un mundo lleno de escritos, contratos y periódicos, Demers haya logrado que nadie se diera cuenta de su tan elemental carencia. Sus trucos fueron dos y básicos: como la mayor parte de su carrera la realizó en Estados Unidos y él había nacido en un estado canadiense francoparlante pedía ayuda para leer —en realidad, lograba que le leyeran— argumentando algunas dificultades con el inglés. El otro recurso al que solía acudir era la falta de sus anteojos, que solía olvidar con alarmante —y siempre oportuna— frecuencia. Resultado: siempre hallaba un alma solícita que le prestaba su mirada y su saber. La única habilidad que desarrolló en todos esos años fue la de trazar un garabato con el que rubricaba autógrafos y convenios.

La historia resulta, al menos, curiosa. Pero lo más inquietante es qué razón llevó a Demers a elegir la senda más compleja, trabajosa y deshonesta para ocultar su déficit, cuando esa carencia no suponía ni un delito ni un pecado y le era perfectamente factible inscribirse en un instituto o contratar a un profesor particular, entre muchas otras soluciones. Es posible imaginar como causa primera una invencible vergüenza. Y una mitomanía compulsiva y sin sentido. Pero también se puede pensar en el ejercicio de un placer muy íntimo, otro campeonato que Demers se cansó de ganar durante años, infalible: el de engañar, con extraña inocencia, a todo el mundo.A la rareza del caso le agregamos un condimento más: su gratuidad. Estamos acostumbrados a que las cosas se hagan por interés. Y Demers no ganó un centavo con su estafa.

La mayoría de nosotros seguramente en su piel, hubiéramos optado por alguna solución más simple. Pero sabemos, dolorosamente sabemos, que ya perdimos la cuenta sobre la cantidad de veces que se han equivocado las mayorías. Por fortuna los hados nos han hecho más diversos de lo que solemos imaginarnos. A unos —Demers incluido— bastante más que a otros.

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