viernes, noviembre 11, 2005

El incendio social de Francia

Mientras rige el toque de queda en el territorio de Francia -la medida extraordinaria por doce días impuesta por el gobierno del presidente Jacques Chirac para intentar que se termine la peor crisis social del país en décadas-, las autoridades francesas y las del resto de la Unión Europea están tratando de encontrar una rápida solución a una situación que los tomó de sorpresa. Sin embargo, había habido en el pasado cercano abundantes señales del malestar profundo de los inmigrantes y de los descendientes de inmigrantes; estos últimos, ya ciudadanos franceses con todos los derechos, que hoy constituyen en su mayoría la clase social más pobre y marginada.

Es más, fue el propio Chirac -tan nervioso y confuso que sólo atinó a decir a sus conciudadanos que "la última palabra debe volver a ser la ley"- quien en enero de 1995, en su libro Francia para todos ya advertía sobre cuáles eran los problemas más urgentes que debía enfrentar el gobierno: "Devolver a cada francés su lugar y su posibilidad en la sociedad, poner las fuerzas vivas de la nación al servicio del empleo, construir verdaderas solidaridades, brindar a los franceses la posesión de su destino, garantizar el orden público". Y era particularmente lúcido con respecto al desempleo y la exclusión que reinaban en los suburbios: "Esta fractura social que amenaza convertirse en fractura urbana, étnica y a veces hasta religiosa".

El diagnóstico fue correcto porque hoy hay en Francia 300 ciudades afectadas por las dificultades de integración de esos jóvenes que viven en esa tierra de nadie, esa "fractura urbana". Sin embargo, en diez años no hubo ninguna solución para este problema que ahora comienza, además, a extenderse a otros países de Europa, como Bélgica, pero sin olvidar los sucesos recientes de Ceuta y Melilla. Pero ahora la situación aparece empeorada porque estos descendientes de inmigrantes de religión musulmana, la segunda generación y la tercera, que llegan a sumar unos cinco millones sólo en Francia, no sólo no han sido integrados -como había ocurrido, en su momento, con los inmigrantes italianos, españoles o portugueses- por una sociedad que no los acepta por su origen o por su color de piel, y que tampoco les permite avanzar en la escala social, sino que son ellos mismos los que se apartan, se refugian en el islam de sus padres y sus abuelos, se rebelan contra los valores de Occidente y estallan en una violencia incontrolable.

Tampoco parece un buen remedio arremeter contra las políticas de integración practicadas por Francia o de yuxtaposición de culturas diversas como las que intentaron los ingleses. En realidad, como lo apuntan varios analistas internacionales, será necesario insistir con nuevas políticas de integración, pero reformuladas a la luz de las enseñanzas que han dejado estos últimos y gravísimos hechos de violencia, que van mucho más lejos que la especial coyuntura política francesa, con el primer ministro Dominique de Villepin por un lado, y el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, por el otro, disputándose la sucesión de Jacques Chirac.

Lo que está ocurriendo ahora en Europa puede servir también de ejemplo para el resto del mundo. En estas épocas de globalización -una palabra que nació llena de esperanzas, pero que ahora empieza a revelar su lado más oscuro-, los fenómenos naturales, como el Katrina en Nueva Orleáns, o sociales, como este que ahora nos ocupa, están poniendo cada vez más al descubierto, y de una manera imposible de negar, el crecimiento de enormes sectores marginados que empiezan a reclamar por sus derechos de la manera que pueden y con enorme violencia.

Es de desear que en todo el mundo los gobernantes redoblen los esfuerzos no sólo para mejorar la situación de estos sectores tan desprotegidos, sino también para que el Estado de bienestar se extienda a todos los miembros de cada comunidad por igual.

http://www.lanacion.com.ar/754937

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