martes, noviembre 08, 2005

El lugar de la mayor impunidad, Ricardo Canaletti. rcanaletti@clarin.com

Hacia mediados del siglo XIX existía una fórmula llamada "la regla del pulgar", que permitía a los hombres apalear a sus esposas si los palos que usaban no eran más anchos que su pulgar.Hay incontables historias de tribunales que se han negado a irrumpir en la llamada santidad del círculo doméstico y que han avalado aquella regla, como también otra que autorizaba al marido a usar la fuerza para corregir un "mal temperamento femenino".

Se decía que mientras no queden marcas, era mejor correr las cortinas y dejar que las mujeres olviden y perdonen...Son muchos los delitos que están involucrados en el rótulo general de violencia familiar. Delitos que rara vez trascienden porque se cometen en un ámbito cerrado y por naturaleza inaccesible, donde reina el temor reverencial. El hogar es el lugar de la mayor impunidad.Históricamente la actitud de la autoridad para frenar esta violencia ha sido de apatía. Existen casos documentados de mujeres que se han presentado con sus caras hinchadas y cortadas por las trompadas a denunciar el abuso aproximadamente uno o dos años antes de morir acuchilladas, asfixiadas, baleadas o golpeadas por sus maridos.

Una característica de los atropellos de este tipo es que iguala a las mujeres de distinta procedencia y condición porque el maltrato afecta a todos los grupos sociales, económicos y culturales, como si su origen se encontrara en la evolución más recóndita de la especie humana. La única diferencia es que las víctimas de clase media denuncian más, como reveló Clarín en un informe del martes pasado.

En la Argentina, a juzgar por las estadísticas y relevamientos del Ministerio de Justicia y de las asociaciones que se ocupan de este tema, la mujer tiene el doble de probabilidades de morir a manos de un ex novio o de un ex marido que de extraños.Los casos muestran, además, que los hombres irascibles con sus mujeres también les pegan a sus hijos. Y a veces abusan sexualmente de ellos. Se va formando así una tradición de violencia y resentimiento que pasa de generación en generación, escondida detrás de las felices fotografías del álbum familiar.

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