sábado, noviembre 19, 2005

La necesidad de poner límites

Los adultos deben “hacerse cargo” y orientar a los jóvenes. Hay una delgada línea entre informar y deformar. Pbro. Guillermo Marcó

En dos charlas recientes ante padres y docentes, el cardenal Jorge Bergoglio volvió a poner sobre la mesa la discusión sobre el tema de la educación, los valores y los límites, que tanto les cuesta ejercer a padres y maestros. Usando un lenguaje llano, nos invitó a “hacernos cargo”. Casi parece una obviedad, pero en realidad todo parece invitarnos –en la cultura de hoy– a ver pasar con cierta actitud de impotencia el desfile de los acontecimientos. Lo primero que tenemos que admitir es que nuestra niñez y adolescencia, fueron bastante distintas de la que se vive hoy. Diferentes en sus problemáticas y riesgos, parecidas en lo esencial. Crecer trae la necesidad de encauzar el carácter e intentar establecer los justos límites, porque los seres humanos, mientras nos dure la existencia, estamos llamados a perfeccionarnos. Eso no lo hacemos sin la ayuda de los otros. Es característico que los adolescentes pretendan hacer su propia experiencia. El tema de hoy es evitar ciertamente que al hacerla salgan maltrechos para el resto de su existencia. Hoy la irresponsabilidad de los adultos puede desembocar en un drama: una relación sexual fugaz, en un embarazo o un aborto o en el contagio de sida. Una borrachera ocasional, en un accidente fatal, o en una gresca violenta donde se matan a trompadas “porque le pegaron a mi amigo”. Una ingesta de un estimulante mezclado con vodka, en un infarto. Fumarse un “porrito” (‘que no te hace nada’) suele ser la invitación para consumir después algo más pesado todavía, de lo que no se sale tan fácil y alegremente. Por supuesto que siempre pensamos que estas cosas le pasan “a los hijos de los demás”. Es verdad que no podemos generalizar y considerar ciertos hechos como habituales cuando son excepcionales, pero hoy en día las conductas que describimos son la “regla general” de las salidas de los fines de semana, solo que el límite lo ponen antes de llegar a consecuencias mayores, o de que los padres se enteren. Enseñar sobre las consecuencias del alcohol y la droga es responsabilidad de los adultos; regular su acceso le pertenece al Estado. La adolescencia es la edad del despertar sexual ¿Se puede alentar su libre ejercicio cuando no se tiene edad de asumir sus posibles consecuencias? ¿Basta con enseñar a cuidarse? La Iglesia tiene el deber de advertir, como dijo tantas veces el cardenal Bergoglio que “con los chicos no se juega, ni se experimenta”.

¿Dónde está la delgada línea, entre informar o deformar?

Nadie ignora la necesidad de la educación sexual de los jóvenes, pero debería estar también provista de valores. La educación que imparten los padres y la escuela, no se remite solo al aspecto instructivo del conocimiento, sino al proceso madurativo de todo ser humano, que debe transitar del egoísmo al amor. Hablar sobre las responsabilidades que entraña el amor, cuando se orienta al proyecto de formar una familia, es también un deber del Estado y de la Iglesia, ya que es la familia el verdadero ámbito donde mejor maduran las personas. Por lo tanto el verdadero proyecto de educación sexual debería desembocar en el proyecto de formar una familia. Es allí donde puede vivirse con plenitud la sexualidad y sus mejores consecuencias: la expresión del mutuo amor y la generación de los hijos. Sólo es posible recorrer ese camino aportando límites que no buscan ser represivos sino orientadores de la propia libertad.

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