martes, noviembre 22, 2005

De Robert Walpole a Néstor Kirchner , por Alberto A. Natale Para LA NACION

Hacia fines del siglo XVII, se instituyó en Inglaterra el gabinete que, al principio, actuaba como consejero del rey. Como éste necesitaba contar con el apoyo del Parlamento para conseguir la aprobación de ciertas decisiones, buscaba a sus consejeros entre los que, teniendo amistad con los representantes de las ciudades, villas y condados, facilitaran sus designios en el antiguo cuerpo que había convocado por primera vez Simón de Monfort, en 1265. Al comenzar el siglo XVIII, reinaron Jorge I y Jorge II, de la casa de Hannover, quienes, por tener dificultades con la lengua de Shakespeare, estaban ausentes en las deliberaciones del gabinete. Allí apareció un personaje que cobraría importancia en la evolución institucional británica, Robert Walpole, el que se transformó en un virtual primer ministro, reemplazando a los reyes, y obteniendo la conformidad parlamentaria de sus requerimientos mediante las dádivas y los sobornos que generosamente distribuía entre los miembros de la tradicional institución.

Esa etapa inaugurada por Walpole pasó a la historia como government by corruption (gobierno por corrupción). Más allá del interés que los hechos tengan sobre la evolución del sistema parlamentario, la referencia histórica cabe ser traída por realidades actuales y cercanas que nos toca soportar. No es original ni es nuevo, por cierto, pero su desenvolvimiento superlativo en los días argentinos y presentes, merece una reflexión.

Desde que Néstor Kirchner asumió la presidencia, con aquel magro 22% de votos, producto tal vez de la deserción electoral de Menem, se dedicó a acrecentar su poder. Para ello aprovechó los excedentes fiscales (producto del default, la devaluación, las retenciones, los impuestos distorsivos, etc.) para tentar a intendentes y gobernadores que no simpatizaban con sus actitudes pero, necesitados de disponibilidades presupuestarias, aceptaban gustosos las promesas de obras públicas, subsidios y otros beneficios, con la condición de ser fieles a la nueva idiosincrasia política. No importaba el origen partidario de quienes recibirían las prebendas, sólo el compromiso de actuar con los deseos oficiales.

Así vimos insólitos pases, como si fueran jugadores de fútbol, de la oposición –tanto política, como interna del mismo partido gobernante– que de la noche a la mañana cambiaban de parecer y, lo que es peor, de ropaje. No faltaron, tampoco, legisladores en la transmutación. Las cosas siguieron. En las vísperas de las últimas elecciones, la cosecha de adhesiones llegó al extremo de la degradación moral de repartir toda clase de bienes entre necesitados compatriotas que, en su desesperación económica, trocaban electrodomésticos o utensilios de cualquier clase, a cambio de la promesa del voto. Cuando la voluntad política se tuerce por una dádiva o un soborno, como hacía Walpole, se trate de un funcionario para hacer una obra o de un humilde ciudadano para sobrevivir no tan mal, se quiebran los valores morales de la sociedad, es lesionado el sustento ético del sistema, se siembran vientos que pueden terminar trayendo tempestades. Maquiavelo decía: “Cuando el enemigo pierde a alguno de sus partidarios que pasan a vuestro partido, trátase para vosotros de una gran conquista si os continúan fieles”, pero añadía: “El nombre de tránsfuga le hace tan sospechoso a sus nuevos amigos como a los que acaba de dejar” (El arte de la guerra, máxima 9). No había sido ajeno Aristóteles a estas inquietudes: “Es cosa conforme a razón que el que compra los cargos por dineros los compra para ganar con ellos, por que no es razonable que el ruin y a quien le cuesta su dinero no quiera ganar con él” (La política, libro 2, capítulo 9). Con mayor razón, cabe agregar, si el dinero no es propio sino público.

Las grandes sociedades de la historia se construyeron sobre la base de la aceptación común de ciertos valores morales. El requisito de la república es la virtud, decía Montesquieu. Hubo poderosos imperios que sucumbieron cuando los vicios desbordaron a los principios éticos. Allí está el testimonio de la Roma antigua, la imperial. La dádiva, la compra de voluntades, la traición a los amigos, decía Maquiavelo “son ciertamente medios con los que uno puede adquirir el imperio, pero nunca adquiere con ellos ninguna gloria” (El príncipe, capítulo 8).

Los viejos defectos de la política criolla reverdecen por estos días con un furor del que hay poca memoria. Pero en el pecado está la penitencia. Hasta hace poco, el Poder Ejecutivo disponía de una amplia mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Nación. Así pudo obtener la sanción de las leyes que quiso, ante el infructuoso esfuerzo de la oposición. Hoy las cosas parecen distintas. El 39% de votos en octubre, el arte de birlibirloque de sus consejeros, las transmutaciones y pases, ya no alcanzan, y hoy son menos que los que eran antes. Aquella dócil mayoría que durante los dos primeros años acompañó al presidente, ahora necesita ser reelaborada con arduas y trabajosas alquimias cuyo resultado final aún no se conoce.

Robert Walpole manejó el government by corruption con mayor habilidad que Néstor Kirchner. A los dos, y a todos, Maquiavelo les previno que ello podía servir para adquirir el imperio, pero no la gloria.

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