Los hombres y la tierra, de Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande
Hay muchas maneras de estudiar la tierra. De relacionarse con ella. He conocido un grupo de ingenieros que vinieron al campo, extrajeron pequeñas muestras de tierra, y luego las analizaron minuciosamente en sus laboratorios. Al tiempo volvieron acompañados por otros hombres e instalaron una ladrillería. Arañaron la superficie de la tierra y le sacaron toda la capa fértil. La humillaron prolijamente en el pisadero, la mezclaron con otros elementos, de la zona unos y otros traídos de afuera. moldearon el amasijo, luego lo resecaron al sol y lo apilaron de a miles formando un hormiguero. El fuego completó la obra, endureciendo esta tierra fértil, desmenuzada sin identidad en una infinitud de paralilepípedos útiles para ser transportados y apilados en cualquier parte.
Cuando se agotó la tierra fértil y el paisaje mostró su rostro agrio de médano y de tosca, esos hombres levantaron el campamento y se fueron a reanundar su minería en paisajes nuevos. No creo que la nostalgia haya tenido nada que hacer en su despedida. Nada dejaban allí esos hombres que fuera obra suya, a no ser los restos de hornallas de color entre rojo y negro, que en ese paisaje de tierra semejaban bocas de puñalada en el cuerpo de un finado.
También he visto un grupo de hombres que en términos científicos hablaban de la fauna y de la flora. De cada yuyo distinto sacaron un par de hojitas. Descubrieron flores raras y se indignaron al comprobar que otras se habían extinguidos. Estos hombres, ¡con qué respeto y con qué altura hablaban de la tierra! Con términos precisos y correctos aborrecieron el trabajo de los ladrilleros.
Y luego de unos días, agotado ya lo que tenían que decir, se fueron también ellos del paisaje, sin que quedaba de ellos ni un recuerdo en absoluto. A su paso, es cierto, el paisaje no quedó humillado. Pero tampoco se aportó nada nuevo al paisaje. No se vio allí organizarse un trebolar, ni verdear un trigal. ni preñarse los surcos en el batatal.
Al tiempo, una ley declaró a ese paisaje: "Parque Nacional". Y con ello esa tierra fue sentenciada a virginidad perpetua; a ser para siempre tierra de turismo, paisaje para ser gozado o estudiado sin compromiso; con prohibición absoluta de que allí se hiciera ni organizara nada.
Y he visto también otros grupos de hombres. Vinieron con todo lo poco que tenían, y algunos animales. Tenían muchas menos posibilidades que los ladrilleros y mucha menos ciencia que los sabios. Pero tenían una gran riqueza: tenían tiempo y cariño por la tierra.
Comenzaron por incendiar un trozo de pajonal. Ordenaron un pequeño trozo de paisaje y allí se instalaron para vivir. Traían semillas distintas, nuevas para ese paisaje viejo. Al principio todo pareció quedar igual, salvo los pequeño tablones de geografía cambiada. Y la presencia constante de aquellos hombres en diálogo continuo con la tierra, interpelándola por los abrojos, por la quínoa y el chamico.
Nuestros hombres no interpelaban a la tierra por lo visible de la tierra, por lo que la tierra mostraba. Interpelaban a la tierra por lo que en la tierra había de oculto. No se limitaron a recoger u organizar lo que encontraron en su superficie. La incendiaron, la roturaron, la recorrieron tranco a tranco sembrándola de semillas nuevas. Después supieron esperar. Esperaron vigilantes, carpiendo siempre el rebrote del paisaje viejo. Y lo que es importante: vivieron en la tierra; no se fueron de ella.
Eran hombres con fe en la tierra. Con un cariño profundo por la tierra. Sabía que la tierra tiene posibilidades muchísimo más ricas que aquello que puede dar cuando es dejada a sus solas fuerzas.
No es que se hayan propuesto liberarla de algo: yuyos invasores o antiguo pajonal. No quisieron liberar la tierra de algo. Quisieron liberar algo en ella. Sus posibilidades ocultas, su capacidad de trigal, su florecer de linares, sus rastrojos de maizal fortificado de trojas.
La tierra aceptó a estos hombres. Les devolvió con inmensa generosidad las semillas que ellos habían sembrado. Al tiempo comenzó a haber una identificación entre esos hombres y la tierra liberada.
Bajo un mismo sol, la tierra y los hombres comenzaron a tener la piel color trigal. Y cuando el hombre se acostó a dormir en el surco, la tierra se levantó a vivir en el alma de sus hijos.
Así cuentan que nació el folklore, con sus coplas.
sábado, noviembre 05, 2005
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