Hamas, una formidable oportunidad
Por Vicente Massot Para LA NACION
Si alguien hubiese pronosticado a mediados de los años 70 que Anuar El Sadat y Menahen Beguin –admirador en sus años mozos de Adolf Hitler, aquél; partidario de reconstruir el Gran Israel, éste– iban a zanjar sus diferencias y firmar un acuerdo histórico dando por terminadas las hostilidades entre Egipto e Israel, habría sido considerado lunático. Sin embargo, el 26 de marzo de 1979, los dos hombres fuertes, de El Cairo y Tel Aviv, rubricaron un tratado que puso fin al estado de guerra latente, estableció las etapas de la restitución de la península del Sinaí a Egipto y normalizó las relaciones diplomáticas entre ambos países.
El hecho, que no tenía precedente y que rompía una larga y sangrienta historia de luchas, no fue un milagro caído del cielo, sino el fruto de un esfuerzo conjunto de dos enemigos acérrimos decididos, no obstante, a sentarse a la mesa de negociaciones. O sea, dispuestos, uno y otro, no a dejar sus principios en el desván; sí, en cambio, a bajarse de sus respectivas posiciones de máxima. Negociar, en términos políticos, es lo contrario de imponer. Lo que significa, en buen romance, que el eje diamantino de cualquier proceso negociador es el adagio clásico do ut des (doy para que me des).
Beguin no marchó a Camp David con la idea de sentar las bases de un Estado judío bíblico dentro de cuyas fronteras estuvieran incluidas la Franja de Gaza, la Cisjordania y todo Jerusalén, territorios que el líder del partido Likud siempre denominó Judea y Samaria. Seguramente seguía creyendo en los derechos históricos judíos sobre esas tierras, pero sabía, también, que el Reino de Sión era, a esas alturas, un tópico ideológico y no un planteo político serio. El jefe del partido Likud ofreció, entonces, devolver el Sinaí en tres años y dejó abierta la posibilidad de la autonomía palestina, no sin encargarse de recordar, para que nadie se llamase a engaño, algo que ha tenido vigencia desde 1947 y lo tendrá hasta el fin de los tiempos: que la seguridad significa, en la ecuación estratégica judía, “la vida misma”. Anuar El Sadat, por su parte, supo salirse de la coalición que tácitamente encabezaba en contra de Israel. Sin su presencia, los esfuerzos bélicos en los que pudiese pensar el resto de los países árabes estarían condenados al fracaso.
Por ello, Sadat sufrió la repulsa de Siria, Túnez, Kuwait, Arabia Saudita, Argelia y la OLP, que lo acusaron de traición a la causa árabe. ¿Por qué traer a comento un hecho ocurrido hace 27 años? Porque representa, a mi juicio, el mejor marco introductorio para analizar el triunfo de la organización Hamas en las elecciones recientemente realizadas en los territorios que se hallan bajo dominio de la Autoridad Palestina y ensayar, con beneficio de inventario, una serie de reflexiones acerca del futuro.
Todo lo polémica que se quiera, la victoria de Hamas no necesariamente debe ser considerada ominosa. Es más: bien podría resultar un aliciente para negociar la enemistad de los dos bandos en pugna que, excuso decirlo, no desaparecerá de la región por arte de magia. Seamos honestos: el diferendo en cuestión no tiene nada que ver con la miseria en el mundo, la invasión norteamericana de Irak o la ausencia de tradiciones democráticas en el mundo árabe. En rigor, lo que hay que tener en cuenta es la existencia de una guerra que, sin solución a la vista, se ha extendido desde antes de la creación del Estado de Israel: la presencia de dos enemigos, al parecer irreconciliables, y el papel fundamental que puede cumplir, como garante último de la seguridad israelí y en su calidad de única superpotencia planetaria, Estados Unidos.
Arranquemos por la dimensión bélica del problema. Decir que no hay espacio para negociar en tanto y en cuanto Hamas no deponga las armas representa, a la vez, una expresión de buenos deseos y un sinsentido. ¿Qué habría ocurrido si los judíos no se hubiesen militarizado en 1947? Ciertamente no tendrían el Estado por el cual tanto habían luchado. En esto Vladimiro Jabotinsky y Menahen Beguin tuvieron razón frente a Martin Buber y Hannah Arendt: la violencia iba a ser parte del Estado judío y había que prepararse. Sin las bayonetas, el futuro no existiría para ellos, al menos en Medio Oriente. De la misma manera que ninguna de las organizaciones paramilitares judías que abrirían paso luego al Haganah (ejército regular) habrían estado dispuestas a desarmarse unilateralmente, Hamas y la Jihad Islámica tampoco están preparados para hacer abandono de uno de los principales resortes de poder que acreditan y el único, de cara a Israel, que cuenta.
Eso sí: deben cesar los ataques terroristas. Ahora bien, que exista una guerra de baja intensidad y que hasta ahora hayan sido enemigos acérrimos no clausura la posibilidad de la paz. Ahí está, para demostrarlo, el caso de Beguin y Sadat. Claro que es conveniente no perder de vista que el largo camino hacia la paz no lo recorrerán Amos Oz –célebre escritor judío pacifista– y alguno de sus pares en el lado palestino, sino dos enemigos a muerte.
Es que la paz entre judíos y palestinos está destinada a ser un equilibrio de enemistades, antes que una relación armónica de socios fraternales. Si cesara el fuego, seguiría una tregua armada más parecida a la de las dos Coreas a partir de 1953, o a la de la India y Paquistán, que a la solución definitiva alcanzada por Francia y Alemania luego de pelear tres guerras en setenta años.
La segunda cuestión digna de ser considerada es la índole de la enemistad que separa a Hamas de Israel y qué tantas posibilidades existen de negociar esa enemistad. La organización musulmana, fundada por el jeque Ahmed Yassin el 14 de diciembre de 1987, apenas cinco días después de estallar la primera intifada, tiene como propósito principal de su acción política la creación de un Estado islámico en todo el territorio de la antigua Palestina, a expensas de Israel. Por supuesto que en tanto Hamas desconozca el derecho a existir del Estado judío no habrá tregua ni negociación que valgan. Aunque también es cierto que, prescindiendo de considerar la naturaleza de su discurso, Hamas forma parte, por vez primera, del gobierno palestino, y ello lo obliga a asumir responsabilidades que antes no tenía.
Al margen de algunas diferencias, el Gran Israel de Beguin no era muy distinto del gran sueño islámico de Hamas. El notable caudillo del Likud nunca abandonó sus reivindicaciones de máxima mientras fue uno de los principales opositores al laborismo de su país. Cambió de política –no necesariamente de parecer– cuando llegó al poder.
¿Por qué no imaginar que Hamas pudiera seguir el mismo camino si, más allá del odio que los separaba, pudieron ponerse de acuerdo en algunas cuestiones Rabin y Arafat, reanudando la senda abierta por Beguin y Sadat? Poco importa saber las razones en virtud de las cuales esa organización ganó los comicios legislativos de hace unas semanas.
Es cosa del pasado discutir hasta qué punto Sharon, al obrar el retiro de la Franja de Gaza y de cuatro colonias de la Cisjordania de manera unilateral, desvalorizando de esa manera a Abu Mazen, le dio un formidable e inconsciente impulso a su peor enemigo, que cosechó votos a rabiar no sólo construyendo escuelas y centros religiosos, sino también proclamando que el retroceso israelí era producto de su estrategia armada.
En todo caso, lo importante es que Hamas hoy cogobierna y sabe, mejor que nadie, que así como el gran ejército judío puede ocupar fácilmente la Ribera occidental, sin por ello acallar el reclamo palestino, así también la asimetría en términos de poder es de tal magnitud que Israel puede, al mismo tiempo, mantener el statu quo actual durante décadas. Los palestinos aspiran a tener su Estado y los israelíes quieren seguridad.
Si fuese pertinente resumir el problema en una frase, cabría decir que mientras la paz para los primeros significa territorios, para los segundos es sinónimo de seguridad. Hasta ahora, la fórmula –acuñada en Madrid (1991)– “paz por territorios” no tuvo andadura suficiente porque Israel, con entera lógica, no estaba –ni estará– dispuesto a ceder en la medida en que el fundamentalismo no reconozca su derecho a existir.
A su vez, Yasser Arafat, aun con toda su autoridad, no podía garantizar la seguridad israelí poniendo en caja a Hamas y a la Jihad Islámica. Quienes creyeron, al morir Arafat, que el último obstáculo a efectos de alcanzar la paz había desaparecido y que su sucesor, Abu Mazen, sería el interlocutor ideal no pudieron estar más equivocados. El único interlocutor capaz de zanjar las abismales diferencias existentes entre las altas partes de la guerra es Hamas, tanto más después de su triunfo electoral. Básicamente en razón de que tiene el poder necesario para negociar y cumplir los compromisos contraídos.
Del lado israelí hay dos motivos para alentar esperanzas: en primera instancia, el realismo y la “generosidad” que, en su momento, puso de manifiesto su primer ministro, Ehud Barak, en 2000, cuando ofreció retirarse completamente de la Franja de Gaza y en un 90% de la Cisjordania; desmantelar la mayoría de los asentamientos judíos; reconocer al Estado palestino; forjar un condominio de los dos pueblos bíblicos en la Ciudad Vieja de Jerusalén; permitir una vuelta simbólica de los refugiados palestinos a Israel y asegurarles una importante compensación financiera a fin de facilitarles su reubicación en los países árabes de su elección, y, por fin, aceptar la soberanía palestina sobre los barrios árabes de Jerusalén Oriental.
Si bien Arafat rechazó entonces la oferta, fue una demostración inequívoca de hasta dónde está dispuesta a llegar la nación más poderosa en esta disputa. En segunda instancia, la encuesta –que acaba de conocerse– del diario Yedioth Ahronot que da cuenta de que el 48% de los israelíes consultados apoya las conversaciones con Hamas.
Hay, obviamente, cuestiones no negociables: el regreso a Israel de unos 4 millones de refugiados palestinos es imposible so pena de que deje de ser lo que es: un Estado judío. Existen, claro está, en el bando contrario otras tantas posiciones irrenunciables. Entre unas y otras se abre un amplio margen de negociación. La empresa es dificilísima, pero, contra lo que se ha escuchado en estos días, la victoria de Hamas puede representar una formidable oportunidad de avanzar.
Salvando las diferencias de tiempo, lugar y naturaleza de las cuestiones tratadas, Bismarck fue capaz de negociar con Lasalle; Nixon y Kissinger, con Mao y Chou en Lai, por las mismas razones: hallándose en las antípodas de sus interlocutores desde el punto de vista ideológico, nadie de su feligresía política hubiese desconfiado de sus motivos. Si negociaron –exitosamente además–, no fue porque súbitamente los enemigos se transforman en amigos, socios o aliados, sino porque la necesidad suele tener cara de hereje.
El autor es analista político y fue secretario de Asuntos Militares (1993)
http://www.lanacion.com.ar/778560
martes, febrero 07, 2006
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