Nombramiento y remoción de jueces
Por Mariano Cúneo Libarona Para LA NACION
Nuestro sistema constitucional no necesitaba un Consejo de la Magistratura. Admito haberlo expresado a la Convención Reformadora de 1957, donde, en la Comisión respectiva, se lo veía con buenos ojos. Pero la naturaleza y composición de aquel proyecto, aclaro, era muy distinta de la que estructuró la Asamblea Constituyente de 1994.
En Europa continental, con sus regímenes parlamentarios, estos órganos sí se estimaron útiles, pues en esos países contribuían a la independencia de los jueces. En el nuestro, para corregir los males que en los años 90 padecía la Justicia, eran otros los remedios que podían aplicarse sin modificar la carta fundamental.
En 1994 no había reclamo social para la instauración del Consejo actual. La realidad histórica es que, cuando el pueblo fue llamado a votar sobre la utilidad de una convención constituyente, lo que exteriorizó fue simplemente su voluntad sobre otro tema: la posibilidad de una reforma que permitiera reelegir a un presidente (Pacto de Olivos: 14/11/93).
Ya antes de la constituyente de 1994 advertí sobre los riesgos que se corrían con su creación, y después de la sanción de la ley volví a hacerlo. Lo cierto es que la ley reglamentaria nació con dificultades. Había sido propuesta por el radicalismo, pero apenas llegó la hora en que debió determinarse el número de representantes el justicialismo pidió ser titular de una mayor cantidad de espacios, fundándose en que era mayoritaria su presencia en el Congreso. El radicalismo reclamó la paridad y hasta amenazó con excluir al partido del órgano.
Fueron arduas las negociaciones de 1995-96 y 97. Han pasado diez años y estamos de regreso. El fenómeno político de estos días atribula al ciudadano, que se pregunta qué pasaría mañana si los que hoy reclaman más poder llegaran a tornarse minoritarios y pretendieran, entonces, nuevas discusiones y negociaciones sobre la estructura de tan importante institución, cuyas reglas deben dictarse para regir hacia largo futuro.
Razones de oportunidad, politicidad, obediencias grupales o intercambios de ventajas deben ceder cuando lo que está en juego, remarcamos, son normas que hacen a la esencia de la República (división de poderes, libertades, derechos y garantías anteriores en su esencia a la Constitución misma). Cuando se trata de una enmienda constitucional básica para el funcionamiento de las instituciones, no se legitima ante la historia si ella viene impuesta por sólo una mayoría simple y algunos votos más.
Pero es el caso de señalar, como llamativa, la circunstancia de que no aparezcan de ese centenar de diputados del oficialismo, aunque más no sean unos pocos, aceptando la razonabilidad de las observaciones que han formulado todos los abogados y jueces del país por medio de sus organizaciones, a las que han aunado opinión diversas entidades no gubernamentales integradas por técnicos.
La inconstitucionalidad es clarísima. Los jueces, de cuatro pasan a ser tres. Los abogados, de cuatro pasan a ser dos. Los académicos, de dos pasan a ser uno. El ministro de la Corte Suprema desaparece. A los legisladores de la minoría también les llega el menosprecio; de cuatro pasan a ser dos. Pero -aquí está la cuestión- los cuatro representantes de la mayoría política y el representante del Poder Ejecutivo mantienen su número de asientos, que, sumados, resultan cinco. Esto importa un apartamiento de la norma establecida en 1994, que exige equilibrio de las representaciones entre representantes de los otros dos poderes del Estado, jueces, abogados y académicos (art. 14, inc. 6º).
Para entender el alcance que hay que asignarle al vocablo equilibrio, enunciado ya en la ley de convocatoria de la constituyente (24.309, dic., 1993), basta con una interpretación sistemática de la ley cuya finalidad es "asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación del servicio de justicia".
Esto significa que la institución creada no constituye una forma de colocar a un poder en grado de subordinación a otro, sino una forma de robustecer la división de poderes por medio de este órgano permanente (ley 24.937, dic., 1997). Con la reforma, ese equilibrio desaparece, pues apenas cinco consejeros oficialistas (cuatro diputados y un representante del PEN) se opongan a la designación de un magistrado que no sea de su simpatía (proyecto, art. 2º), o simplemente con que esos cinco consejeros no avalen la remoción de un juez (art. 3º), decisiones éstas que requieren dos tercios de los votos (son las dos facultades más importantes del Consejo), la voluntad de los otros ocho consejeros quedará enervada. Nacerá, así, un poder de veto en manos de los políticos oficialistas de turno. Situación, por lo demás, insuperable, ya que el Consejo pierde, respecto de ellos, el poder de autodepuración que mantiene para con sus otros miembros.
Esto último es así dado que los representantes del Congreso y del PEN "sólo podrán ser removidos por las Cámaras o el presidente de la Nación, según corresponda" (pfo. 17 del art. 3º del despacho del Senado modificatorio del art. 7º de la ley 24.937) y no es de esperar que los correligionarios de los otros poderes del Estado, que allí los colocaron, dejen de prestarles auxilio político.
Ha habido demasiado apresuramiento. Es insostenible que el Poder Ejecutivo pueda entrometerse en la Comisión de Disciplina de los jueces, como lo autoriza el art. 8º en su reforma del art. 12º. El presidente de la Nación está impedido de ejercer funciones judiciales (art. 109º de la Constitución Nacional de 1952/60).
Tanta premura es una exteriorización más de la politización de la reforma en proyecto. Celeridad en un año que ya terminaba. Dos comisiones de diputados trabajando juntas por largas horas. Intercomunicaciones entre miembros del Congreso y hombres del Poder Ejecutivo, llamado a resolver después por el veto o la promulgación (según trascendidos).
Falta un profundo análisis técnico de la cuestión. Cada vez que la oleada política tocó los bordes del Poder Judicial (en la historia que algunos viejos conocimos de cerca), surgieron algunos jueces asustadizos o ambiciosos, proclives a apartarse del principio de legalidad e imparcialidad, sin cuya observancia no hay justicia.
Hace varias décadas, los magistrados de todo el país se sorprendieron ante el traslado por decreto de dos jueces federales: los doctores Barraco Mármol y Dana Montana. Años después, en los años 50, no faltaron los jueces temerosos. Colgaron fotos del presidente de la Nación en sus despachos, aceptando firmar un manifiesto público de adhesión a otra reforma constitucional que tornara posible la reelección de un presidente. Se afiliaron al partido oficial. Visitaron la CGT y en un día triste vistieron corbatas negras.
En algunas Cámaras provocaron el nacimiento de internas que desequilibraron la observancia del sistema normativo vigente. Lo grave fue que en muchos casos actuaron por cuenta propia y sin recibir instrucciones del Poder Ejecutivo.
Todo esto se recuerda a efectos de resaltar que ciertos avances de los poderes políticos sobre el judicial destruyen el equilibrio espiritual de algunos magistrados. No creo que esos tiempos vuelvan.
El Poder Judicial tiene fe en su guardiana final: la Corte con sus poderes implícitos. Nunca fui partidario de la inclusión constitucional del Consejo con tan amplias atribuciones. Pero en la emergencia actual, debemos mantenerlo, no desequilibrarlo. Así preservaremos la República. El autor fue fiscal en la Cámara de Apelaciones de la Capital Federal, entre 1959 y 1973
http://www.lanacion.com.ar/776630
miércoles, febrero 01, 2006
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