viernes, febrero 10, 2006

La paciencia del ferretero

Por Inés Fernández Moreno Para LA NACION

Es un viernes por la tarde y voy atravesando el fragor del centro, uno más entre los caminantes que se apuran y entrecruzan en las esquinas, bombardeados por cientos de estímulos: la vibrante impaciencia del tránsito, el tormento de una perforadora, la masa de edificios apretados unos contra otros, el acoso de los volanteros, esos chicos que se desviven por poner un papel en tus manos, pero pocos están dispuestos a conceder unas décimas de segundos, ese minúsculo gesto de solidaridad, la mayoría avanza sin vacilar, obstinada en la determinación de llegar a donde sea, pero rápido.

Afortunadamente, entre los trámites del día, sólo me queda uno. Un cometido doméstico, de improbable solución, un esfuerzo tal vez inútil, "al divino botón" como dirían mis tías viejas: la manija de un bolso de mi hija se salió de su lugar. El "lugar" es un pequeño herraje del que se ha desprendido "una especie de" tornillo o perno o tubito o pitón. Ella amenazó con tirarlo y yo -que también soy de otra época- protesté y por tanto cargué con el bolso desmanijado, dispuesta a emprender esa minúscula cruzada. De manera que, empapada todavía de frenesí ciudadano, encogidos los hombros, tensas las cervicales, alta y agitada la respiración, en postura en todo opuesta al modelo que recomiendan las disciplinas orientales me zambullo, al fin, en una ferretería del barrio. Poco me falta para piafar de impaciencia. Me pongo detrás de una mujer que gesticula. La ferretería es un lugar para el rodeo verbal y, sobre todo, para el oficio mudo, cómo explicar si no el objeto deseado: ¿tuerca?¿clavija? ¿barreno? ¿tarugo? ¿chincheta? ¿retén? Los pequeños cilindros, adminículos, o artefactitos que permiten el funcionamiento de otros mecanismos más complejos en el mundo de la plomería, la electricidad o la construcción, pertenecen a un universo léxico fascinante y ajeno cuando uno no es un especialista. Si hay un lugar donde faltan las palabras es en la ferretería: las manos y los gestos, bordeando la obscenidad, allí lo son todo. De manera que me detengo y observo. El ferretero -generosos bigotes negros, guardapolvo azul oscuro- sigue a la clienta con seriedad profesional, no se impacienta ni por un segundo y al fin da su veredicto, o sea, aplica la palabra: lo que usted necesita, dice, es un "regatón".

¡Un regatón! La palabra -en mí, que tengo cierta debilidad- opera como un bálsamo. ¿Y qué será el regatón? me pregunto mientras aflojo los hombros, me enderezo y hago mi primera respiración larga y profunda.

Me acerco curiosa al mostrador y los miro, son unos taponcitos de plástico para poner en las patas de los muebles y proteger el parquet o la alfombra. Descubro de inmediato que yo también necesito regatones, los he necesitado toda la vida, sin saberlo. Con qué otras cosas me sucederá lo mismo, necesidades vitales desconocidas, caminos clausurados? empiezo a enrollarme con la idea pero ahora los bigotes y el delantal azul se inclinan solícitos sobre mí. De manera que despliego frente a sus ojos -ya sin ningún pudor- el problema de la manija. El ferretero me dirige una mirada comprensiva. Toma la manija entre sus manos, observa los orificios, compara con la segunda manija. "Este no es un tornillo común", me dice. "No -admito-, es un tornillo español." Ajá, dice él, y después gira hacia esa extraordinaria estantería llena de cajoncitos donde se guardan los pequeños objetos y sus nombres (chupete, cortachorros, resorte, mecha, flotador, tirador, cuerito, chinche, chincheta, calibre, roldana, corredera, junta, charnela, tope, pitón). Abre varios de ellos y elige un tornillo. Toma la manija rota en sus manos, la observa con detenimiento, prueba el tornillo, duda, sus manos se mueven con delicadeza de relojero. Lo desecha, vuelve a sus cajoncitos, busca otras variantes. Pasa un tiempo (¿minutos? ¿pulgadas? ¿ferretones?) hasta que al fin da con el tubito de la medida justa, la rosca y el largo adecuados, y lo calza en su lugar. Cuando termina y observa el resultado, tuerce el bigote. Mejor sería con una arandela. Arandela, repito yo, como una autómata. ¿Es lo mismo que tuerca? "No señora, la arandela siempre es redonda, de chapa. Todas éstas son arandelas", me dice, y señala una hilera de cajoncitos. La arandela, agrega después, como quien entrega un secreto, es un cemento, entiende, el suplemento que resuelve y perfecciona los desajustes entre una cosa y otra.

Como el "una especie de" o el "algo así como". Arandelas verbales, pienso, el intento de pegar una cosa desconocida a otra conocida para entender. El ferretero vuelve con la arandela, saca y pone el tornillo nuevamente, esta vez resuelve insertarlo en el otro sentido para guardar simetría con la manija sana. "Vamos a hacer las cosas bien", dice. Yo sigo sus movimientos medio hipnotizada: aquel hombre es más que un ferretero. Es un orfebre. Un cirujano. Es, además, un hombre sabio y protector. ¿Un marido de todas las mujeres del barrio? ¿Sencillamente, un santo?

Cuando emerjo de nuevo a la calle siento como un estallido en los oídos y en los ojos. Debería readaptarme lentamente como hacen los buzos cuando descienden al fondo del mar y regresan a la superficie. Porque acabo de salir de un estanque donde el tiempo transcurría de otra manera. Sin duda, hay en la ciudad personas y lugares que han establecido su propia y personal relación con el tiempo. Podría medirse con un termómetro su diferente calidad y tensión y tendríamos así un mapa de zonas calientes y frías. O sea: una vía siempre posible para escapar del vértigo.

Mi ferretero tal vez no haya oído hablar de Paul Virilio, de la velocidad como instrumento medular del capitalismo, de sus consecuentes detractores: el slow, el elogio de la lentitud, la defensa de la pereza, las distintas voces que se levantan en el mundo contra la tiranía del hacer y sus urgencias. Sin saber nada de todo esto, él vive. Porque demora, mora en el tiempo. Y yo salgo dulcificada, con mi manija arreglada, en armonía conmigo misma, como si hubiera tomado una clase de yoga, una sesión de análisis lacaniano o unas vacaciones en el Caribe. ¿Cuánto me costó la aventura? Ochenta centavos. Porque en esta sociedad todo tiene su precio. Hasta la paciencia del ferretero.

El último libro de la autora es la novela La profesora de español , editado por Alfaguara. Link : http://www.lanacion.com.ar/778831

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