El arte de curar, por Jorge Ricardo Dávolos, para LA NACION
A comienzos del siglo V a.C., Hipócrates escribió un juramento que define el origen y la base de la profesión médica. El texto decía: "Aplicaré los regímenes en bien de los enfermos, según mi saber y entender, y nunca para mal de nadie". Desde la antigua Grecia hasta nuestros días, la profesionalización médica y los avances científicos alcanzaron dimensiones impensadas por Hipócrates. Sin embargo, una idea subsiste: el médico debe amar su profesión.
En ningún momento de la historia los conocimientos bastaron para que los profesionales de la salud hicieran bien su trabajo. Paracelso, que vivió entre 1493 y 1541, advertía que "el médico debe poseer la virtud de saber bien lo que se hace, pero ante todo lo debe hacer con amor. El arte y la ciencia deben nacer del amor; de otra manera no llegarán a lograr la perfección".
Tenemos claro que la medicina es una ciencia. Pero también debemos pensarla como arte: pese a tener su fundamentación en conocimientos sistemáticos, verificables, objetivos y cuantificables también en su esencia está lo imponderable, lo que pertenece al campo de la intuición, lo que aún no se ha logrado medir.
La constante diferencia entre un paciente y otro, e incluso los cambios de un mismo paciente en sus diferentes momentos evolutivos indican que no podemos aplicar reglas fijas y, además, que la experiencia y la habilidad personal condicionan un mejor juicio clínico. La profesión médica se nutre hoy de grandes avances tecnológicos y científicos. La ingeniería genética y la biología molecular (por citar algunos ejemplos) están acercando invalorables respuestas sobre la etiología de diversas enfermedades, su diagnóstico y tratamiento.
Otros avances nos permiten conocer, en segundos, qué mal está sufriendo una persona. Los médicos nos encontramos, además, con pacientes más informados, que conocen mejor sus enfermedades y exigen participar en las decisiones. A pesar de ello, a pesar de contar con la mejor tecnología, debemos continuar con nuestro empeño, pasión y buen proceder.
El médico debe curar siempre que pueda. Si no puede hacerlo, su misión es aliviar. Y siempre, sea cual fuere la circunstancia, tiene la misión de consolar. Como bien expresó el médico colombiano Pablo Arango Restrepo, las virtudes y la ética no pueden quedarse en el campo del saber. Hay que ponerlas en práctica (saber hacer) y, sobre todo, incorporarlas a nuestra vida (ser). Esto nos ayudará a ser personas íntegras, de una sola pieza, personas con principios, y en quienes los otros puedan hallar una total congruencia entre lo que piensan y lo que hacen.
Hoy es el Día del Médico y de la Medicina Americana. La fecha fue elegida en 1953, en honor del científico cubano Carlos J. Finlay, descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla. Finlay presentó su trabajo el 14 de agosto de 1881, después de pasar días y noches investigando por el bien de la humanidad.
Setenta y dos años más tarde, sir Robert Hutchinson escribió una frase que constituye una invitación a reflexionar en este día: "De la incapacidad para hacer únicamente el bien; de un excesivo celo por todo lo nuevo y el desprecio por lo que ya es viejo; de anteponer los conocimientos a la prudencia, la ciencia al arte y la destreza al sentido común; de tratar a los pacientes como casos, de hacer la curación de la enfermedad más penosa que la propia enfermedad, líbranos, Señor".
El autor es jefe del servicio de Gastroenterología del Hospital Italiano, profesor en la Universidad del Salvador y vicepresidente de la Asociación Argentina de Endoscopía Digestiva (Aaed).
http://www.lanacion.com.ar/761604
sábado, diciembre 03, 2005
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