Un telescopio indispensable
Por Marcos Aguinis Para LA NACION
WASHINGTON
A comienzos de los años 60, cuando hacía mi posgrado en París, fui sorprendido por la cantidad de estudiantes africanos que empezaban a circular por sus universidades. Usaban ropajes coloridos, muchos exhibían cicatrices de ritos iniciáticos animistas, formaban pareja con hermosas mujeres rubias y eran hijos de los jefes de Estados que recién accedían a la independencia. Quizás alterné con futuros líderes de luminosa o siniestra reputación, cuyos nombres por desgracia no anoté.
Me asombraron sus conocimientos sobre América latina, muy superiores a los que entonces yo tenía sobre Africa, lo cual me hizo sentir vergüenza. Uno de ellos me dijo en forma consoladora, pero algo soberbia: “Estudiamos la historia de América latina para no repetir sus errores”. Esa frase puede hacernos reír ahora, pero en aquel tiempo me impresionó y durante años seguí de cerca la evolución del continente africano, desbordante de riquezas naturales y una invalorable potencialidad humana. Así como en el siglo XIX América latina había hecho soñar con su despertar maravilloso, a mediados del siglo XX se desperezaba Africa con la fuerza de su juventud y un infinito caudal de recursos geográficos, minerales, agrícolas y hasta artísticos.
Pero esos nuevos países no alcanzaron a dejar el biberón cuando una oleada de guerras tribales, ilusiones filosoviéticas y guerrilleras, condimentadas por groseras ambiciones totalitarias, abrieron las compuertas del abismo. Sangre, hambrunas y una miseria crónica se impusieron por doquier. Ahora podríamos recomendar que los latinoamericanos estudiaran mucho al Africa “para no repetir sus errores”.
Porque hacia esa tragedia nos encaminamos poco a poco. América latina y Africa se han hermanado en su tendencia a ser cada vez más pobres en comparación con el resto del mundo, en gastar sus energías echando afuera la culpa de sus males y pidiendo la potente y sostenida ayuda “que merecen”.
En un encuentro de líderes africanos, se resolvió que a su continente había que inyectarle un Plan Marshall, como el que obsequió Estados Unidos a Europa luego de la guerra. No se recordaba que en aquellos años se afirmaba que el Plan Marshall era un maligno recurso de la CIA para someter al Viejo Continente. Pero más grave es que no se tuvo en cuenta –por ignorancia o picardía– un grave dato de la realidad: Africa ya ha recibido cuatro veces el Plan Marshall. La pregunta del millón es qué hizo con esa ayuda.
América latina no repetirá errores propios ni de otros países condenados a la decadencia si toma en sus manos el extraordinario telescopio que acaba de ofrecernos Andrés Oppenheimer, un libro cuyo título es Cuentos chinos. Rara vez una obra es tan completa, objetiva y placentera. Atrapa con un suspenso propio de las novelas. No sólo merece los elogios de la crítica literaria, política, social y económica, sino de los formadores de opinión, que le estarán muy agradecidos.
Es difícil que encuentren una guía más precisa y seductora sobre la marcha de los tiempos actuales y sobre la forma en que van respondiendo los países de nuestro subcontinente. Sus páginas describen la realidad con una definición que deleita y estremece al mismo tiempo. Además, permiten vislumbrar qué nos espera. La investigación periodística de Oppenheimer ha logrado con este libro una nueva cumbre. Es posible que su lectura no genere las frecuentes expresiones de “estoy de acuerdo” o “estoy en desacuerdo”.
La obra se pasea por hechos puestos al desnudo con el alzado olfato de un sabueso que tiene experiencia en mostrar los anversos y reversos en forma descarnada. “Estar de acuerdo” es obvio y “estar en desacuerdo” es ridículo. Sus páginas no sólo procesan documentos, situaciones, estadísticas, intrigas, ilusiones y políticas, sino que ponen contra la pared a personajes decisivos de varios continentes hasta obligarlos a confesar aquello que, a menudo, se prefiere mantener en ambiguas sombras.
El autor ha recorrido con visión crítica y mucha información más de medio planeta, para finalmente ofrecernos este telescopio que servirá a los líderes que se precian de guiar bien a su gente y a la gente que aprecia a los líderes que la conducen con ajustada brújula. Cuentos chinos muestra el júbilo de la prensa oficial china cuando anuncia que “Mc Donald’s se expande en el país”.
Recuerda que el presidente Hugo Chávez aseguró que “el modelo fracasado es el modelo capitalista”, y su categórica frase encabeza el capítulo destinado a describir el milagro irlandés, milagro que ha convertido a los marginales de Europa en el pueblo que más rápidamente se enriquece mediante el “fracasado” modelo capitalista, pero aplicado con toda decisión. En el libro también hay espacio para comprender la difícil experiencia española y los escollos que debió superar, muchos de ellos aún frecuentes en América latina.
Nos sorprende al mostrarnos que América latina es la región más violenta del mundo, incluso más que Africa. Y que en Africa, haciendo contraste con el resto del continente, Botswana ha iniciado una coherencia político-económica y una fortaleza institucional que la están convirtiendo en una suerte de Eldorado. Las condenas contra el consumismo, que se repiten en muchas partes, quedan con la boca abierta al toparse con los enormes monumentos al consumo que se han erigido nada menos que en la China comunista.
Pero tampoco es este libro concesivo con ese país, al mostrar sin anestesia “las patas flacas del milagro chino”. Anverso y reverso. En Polonia se afirma que viven su mejor momento desde el siglo XVI. Además, se escucha decir que “la mejor ayuda es la condicionada”. Este punto merece seminarios de discusión, porque refuta teorías sobre la dependencia, la opresión y los cercenamientos de la soberanía nacional. En lugar de arroparse con soberbias dignidades que sólo garantizan la decadencia, ese sufrido país ha optado por el realismo que lo lleva a tener un futuro espléndido y bastante cercano.
La pobreza en el mundo disminuye, aunque nos suene a cuento de Navidad. En algunas regiones aún mantiene una dimensión intolerable, es cierto, pero ha comenzado a caer de manera dramática, menos, por supuesto, en América latina.
La globalización, lejos de incrementar la miseria, ayuda a eliminarla. Suena increíble, pero los documentos de la prueba están a la vista. En veinte años, el porcentaje de la gente que vive en la extrema pobreza, es decir que sólo alcanza a recibir no más de un dólar diario, cayó del 40 al 21%. También ha disminuido el número de personas que viven con sólo dos dólares diarios. Aunque esta evolución no es tan rápida como desearíamos, revela una clara tendencia.
La reducción de la pobreza es más acelerada en los países del sudeste asiático, donde habita la mayor parte de la humanidad. China, con su conversión a la propiedad privada, logró sacar de la pobreza a más de 250 millones de personas en veinte años, según cifras oficiales. Los países del sudeste asiático atraen inversiones productivas de una forma exponencial. Hasta hace tres décadas sólo les llegaba el 45% de las inversiones que iban a las regiones en vías de desarrollo; ahora han trepado al 63%, y esa cifra seguirá aumentando. China, sin contar Hong Kong, capta 60 mil millones de dólares en inversiones directas por año, mientras que todos los países de América latina y el Caribe, desde el río Grande al Polo Sur, sólo captan 56 millones. Otro dato deprimente es que las remesas que envían a sus familias los latinoamericanos radicados en el exterior ya superan a las inversiones. Salteo la reproducción de otros datos para no afectar el placer de descubrirlos en abundancia durante la lectura del libro. Pero vale la pena atender a una pregunta del autor: “¿Qué hacen los chinos, los irlandeses, los polacos, los checos y los chilenos para atraer capitales extranjeros? Pues miran a su alrededor, en lugar de mirar hacia adentro. En lugar de compararse con cómo estaban ellos mismos hace cinco o diez años, se comparan con el resto del mundo y tratan de ganar posiciones en la competencia mundial por las inversiones y las exportaciones. Ven la economía mundial como un tren en marcha, en el que uno se monta o se queda atrás. Y, tal como me lo señalaron altos funcionarios chinos en Pekín, en lugar de enfrascarse en interminables discusiones sobre los defectos y las virtudes del libre comercio, o del neoliberalismo, o del imperialismo de turno, China se concentra en el tema que considera prioritario: la competitividad. Y lo mismo ocurre con Irlanda, Polonia o la República Checa, que ya son parte de acuerdos de libre comercio regionales, pero saben que la clave del progreso económico es ser más competitivos que los demás”.
Es la conducta opuesta a la de América latina, con pocas excepciones. Nuestra desgracia radica en que se prefiere continuar perdiendo el tiempo con fijaciones ideológicas arcaicas en vez de tomar un buen telescopio y aprender de los que en verdad disminuyen su dolorosa área de pobres y excluidos porque enderezan la marcha hacia la colina del progreso verdadero con medidas racionales, modernas y tenaces.
http://www.lanacion.com.ar/765162
viernes, diciembre 16, 2005
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