Un manual para liquidar capital político
Sólo la omnipotencia puede ser madre de tantos errores cometidos en tan poco tiempo. Néstor Kirchner cree que la victoria da derechos. Eso ya lo sabíamos. Sin embargo, su victoria electoral ha sido módica (el 40 por ciento de los votos, frente a una desastrosa oposición) y, por lo tanto, los derechos no son tantos.
El tiempo pasa rápido, además, cuando se lo pierde despilfarrando el capital. Vale muy poco saber si fue Bielsa quien pidió la embajada a la que nunca llegó, como asegura el oficialismo. Importa que el gobierno haya considerado descartable el voto que la gente común depositó hace apenas un mes y medio. Ustedes, los periodistas, le dan demasiada importancia a un diputado, dijeron cerca del Presidente.
Si el error y la culpa consisten en valorar a una institución fundamental, el Parlamento, y a la voluntad popular, otra institución esencial, entonces debemos anticipar lo inevitable: somos culpables e insistiremos en el presunto error. El gobierno suele argumentar que la sociedad no votó a Bielsa, sino un proyecto, que lidera, por supuesto, Kirchner. Esa reflexión sí se parece mucho a un error. ¿Dónde estuvo la boleta con el nombre del señor proyecto? La sociedad vota a personas de carne y hueso, que luego deben encarnar un poder independiente. Bielsa deberá asumir en la Cámara de Diputados.
Lo único que falta ahora es que Borocotó haya pasado todos los mecanismos de incorporación -porque se puso del lado de Kirchner-, que Patti no los haya pasado -porque es un opositor a Kirchner-, y que Bielsa se quede fuera del Parlamento porque le dijo que no a Kirchner. El cesarismo estaría a la vuelta de la esquina.
Ya bastante bochornoso fue el espectáculo parlamentario del martes último. Juraba el cincuenta por ciento de la Cámara de Diputados (lo que debió significar un festejo democrático) y sólo se oyeron gritos con los nombres de muertos de hace 30 años, que se tiraban entre una barra y otra. A la Argentina la hechiza mirar el fondo del abismo.
El caso Bielsa deparó una buena noticia: el gobierno de Kirchner descubrió, por fin, que Francia es un país importante y que hay una situación de cierta tensión en la cima de los presidentes. Francia suele separar el Estado de sus gobernantes. La relación no está totalmente estropeada. De hecho, la ministra de Economía, Felisa Miceli, se reunirá mañana con empresarios franceses y con el embajador Francis Lott. Lott ha vuelto, después de las injustas imprecaciones presidenciales, a frecuentar el gobierno. El vicecanciller, García Moritán, lo recibió dos veces en 24 horas: primero para entregarle el pedido de plácet para Bielsa y después para retirárselo. No hay un solo embajador extranjero que haya vivido un episodio similar en otro país. Ni la imaginación de García Márquez, hay que reconocerlo, llegó a tanto. El pedido de plácet para Bielsa no pudo llegar a París; son falsas todas las versiones que hablan de una supuesta reacción francesa sobre esa designación. El episodio de Bielsa es un caso interno de la política argentina. Punto, dijeron, razonablemente, las azoradas fuentes en París.
Haga lo que haga Kirchner, el gobierno francés sigue trabajando en la relación con la Argentina: en marzo llegará a Buenos Aires su buque insignia con un inmenso barco que Francia donará a la Armada argentina. En enero se cruzarán en Buenos Aires diplomáticos argentinos y franceses para intercambiar información y opiniones sobre conflictos mundiales relevantes. Además, hubo nuevos actos de Francia para respaldar aquí la defensa de los derechos humanos. El gobierno argentino acaba de comprobar tres cosas: que Francia es un país trascendente del G-7 y que tiene silla propia en el FMI; que es una columna decisiva en Europa (produce el 25 por ciento del PBI de la Unión) y que siempre mantuvo una política de apoyo a la Argentina, aun -y sobre todo- cuando ésta exploraba el abismo que tanto la cautiva.
Son cosas conocidas por cualquier curioso de la política. Kirchner las ignoraba hasta hace pocos días. Jacques Chirac vendrá a Sudamérica, pero recalará en Brasil y Chile, y no en la Argentina. Kirchner no quiere ni imaginar el día en que lo vea a su admirado Chirac en Brasilia y en Santiago, y no en Buenos Aires. Pero no es improbable una escala de Chirac en Buenos Aires. Sólo depende del nuevo embajador y de la construcción de un programa que la justifique. Nada se puede descartar, han dicho funcionarios franceses.
La designación de Eric Calcagno en lugar de Bielsa no reúne muchas de las condiciones proclamadas. Es un hombre preparado, que conoce Francia, pero está muy a la izquierda de sus interlocutores franceses, que pertenecen a un gobierno de centroderecha. Su envergadura política, si se la compara con la de Bielsa, es casi nula. Bielsa había sido elegido, decían, porque venía de importantes funciones en el Estado, y Calcagno no tuvo nunca ninguna. ¿En qué quedamos, entonces? La política exterior debe alejarse de los humores y de la desorientación presidenciales. La única relación más o menos normal ahora es con España. Pero hay ya cierta impaciencia en el gobierno de Rodríguez Zapatero con Kirchner. Ninguna promesa se cumple; los tiempos se estiran y las palabras se escriben en el agua.
El riesgo consiste en que termine sucediendo con España, país con el cual hay una relación económica casi incomparable, lo mismo que con Francia: descubrirán su importancia cuando ya sea tarde. Italia es un conflicto inexplicable y triste. Gran Bretaña es la pérdida lamentable de una oportunidad única; Tony Blair, presidente de la Unión Europea hasta fin de mes, defendió la política de terminar con los subsidios agrícolas, que es la política de la Argentina. La malvinización de esa relación pesó más que los intereses prácticos. Kissinger se internaría por estrés si se dedicara a estudiar la política exterior de Kirchner. Tampoco con Washington las cosas andan bien y ya hay síntomas de ese malestar.
No puede ser casual que el presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, haya frenado personalmente la entrega de un crédito para financiar los subsidios a desempleados. Las anormalidades son anteriores al gobierno de Kirchner, pero Wolfowitz debió entrever que nada cambió con el actual presidente. Wolfowitz, hombre del corazón político del gobierno de Bush, ya conocía las denuncias de corrupción y cartelización en las obras públicas argentinas, que frenaron otros créditos del Banco Mundial. Sus alusiones a esas denuncias del organismo multilateral pusieron fin a la gestión de Lavagna. Lavagna debe agradecer estar en casa.
Algo está pasando, guste o no, con el manejo de los recursos públicos, sobre todo en el Ministerio de Planificación. Kirchner debería tomar cartas en el asunto de una buena vez. El riesgo de los rumores es que pueden convertirse en verdades comprobadas. Por ahora, debe reconocerse, hay sólo una tormenta de rumores. Pero al Presidente le gusta De Vido, como sólo le gustan muy pocas cosas.
Un político argentino escuchó un atinado consejo sobre política internacional de un ex ministro de Felipe González. Pero eso a Kirchner no le gustará, le respondió el argentino. El español hizo una pausa y luego le disparó una verdad dura y madura: ¿Y qué le gusta a Kirchner? ¿Quién le gusta a Kirchner? Quizás el actual conflicto nacional consiste en que aquel argentino se quedó mudo: carecía de respuestas.
Por Joaquín Morales Solá
http://www.lanacion.com.ar/763884
domingo, diciembre 11, 2005
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