sábado, diciembre 03, 2005

La Argentina y los lobos, por Abel Posse, para LA NACION

Pasaron la algarabía del día eleccionario y el bajón de la cumbre. Dos importantes distracciones. Pero a la mañana siguiente tuvimos que constatar que los lobos seguían retozando amenazadoramente en el jardín.

Los comicios sirvieron para consolidar la necesaria gobernabilidad y para afirmar posibilidades promisorias. Pero la campaña nos demostró que seguimos siendo incorregibles. Que seguimos siendo un país amoral, que perdió la vergüenza y hasta el asombro: un funcionario denuncia falsamente a un candidato que podía ganar en la Capital; se regalaron electrodomésticos en lugar de las empanadas y chorizos de los años del fraude patriótico; se prometieron miles de millones en obras donde seguramente va la tajada del gobernador transformado en puntero electoral.

Durante la campaña se veía a algunos periodistas audiovisuales, sonrientes de oreja a oreja, vendidos como muñecos de kermesse, con el precio colgado en la oreja. Un país de tahúres, como diría Borges. Y, sin embargo, son la inmensa, todopoderosa, minoría. La anormalidad no tiene castigo. El Poder Judicial no logra imponer el espacio constitucional que le compete. Se ausenta de su responsabilidad, como imitando a ese ministro que siempre llega después del incendio. Haedo, Avellaneda, Mar del Plata. (Esa delicada inoperancia humanista del ministro del Interior.)

Creemos poder digerirlo todo, pero estamos intoxicados: el descrédito en nuestro futuro como país vivible pasó de los jóvenes a los padres. Pese a la exitosa economía de recuperación, economía todavía menor, se sigue consolidando ese agujero de subdesarrollo que nos hemos sabido crear en quince años. Somos el más persistente país suicida de nuestro tiempo.

Más de dos millones de niños y adolescentes en la nada, sin trabajo, sin estudiar. Merodean, con el aliciente del paroxismo de las noches de fin de semana; el alivio amiguero, de infinita bailanta o discoteca. La droga, la tentación del delito en un país donde el criminal sale a la calle más seguro en su impunidad que el policía carente del debido apaño y de la lealtad de su Estado en la peligrosa tarea de reprimir el delito. El mundo al revés. El gatillo fácil al revés, a favor de los agresores.

Pasivamente, durante horas televisadas, hemos visto sucesivamente a los vándalos quemando los sillones del Congreso, los negocios de Mar del Plata, destrozando los portales de la Legislatura o incendiando la estación de Haedo, o cortando criminalmente la Panamericana o la Riccheri. Las fuerzas del orden público no pueden intervenir ante la destrucción de la propiedad o la agresión física flagrante. Esta anormalidad, esta cobardía de Estado, nos deja una sensación de no pertenecer a una comunidad organizada.

Somos un pueblo triste, crispado, desconvocado por los mismos que nos pidieron el voto en las vociferaciones electorales. La calle está alterada y la delincuencia impune se incrementa más allá de los beatíficos optimismos del doctor Arslanian. Se privilegia así el vandalismo ante la pasividad forzada, neurotizante, de una policía desnaturalizada.

Nuestro gobierno autista (como lo calificaron en Alemania) debería constatar el estado de la Nación a las siete de la tarde en las terminales de Retiro, de Constitución, de Once, y en las de Rosario o Córdoba. Se encontrarían con ese vasto y basto pueblo desamparado, al borde del harapo y de la última moneda para el colectivo.

Un pueblo deprimido, perplejo ante ese éxito económico que se celebra en las cifras de todos los días y cuya luz no toca el fondo de sus bolsillos. Cuando en ese tropel silencioso que espera en los andenes se enciende una sonrisa, más bien casi parece una cicatriz. La terrible sensación de vivir en la nada, para nada. Como si el tiempo futuro se hubiese caído en el vacío sideral.

Esto segrega un explosivo odio social. ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es el centro oculto de esa enfermedad que nos corroe y frena? ¿Se termina aquella Argentina omnipotente, confiada y abierta a todos los prestigios y posibilidades de felicidad (la Argentina del Dios-es-criollo)? ¿Fuimos una llamarada que duró un siglo y que ahora se extingue a los pies de esta generación melancólica? Es sabido que los pueblos no desaparecen, pero la historia nos enseña que pueden caer en largos tiempos de decadencia.

Entre la Argentina que fue a lo largo del siglo pasado y la actual hay una misteriosa quiebra de pasión, de entusiasmo, de confianza. ¿Hemos perdido aquella insolente seguridad, aquel santo desparpajo de querer estar entre los mejores? ¿Nos frena un impedimento mágico? ¿Nos resultará imposible en esta generación retomar las riendas del buen sentido y superar la corrupción, la idiotización subcultural, la impunidad de criminales y vándalos, la indignidad nacional de piqueteros y cartoneros?

Hoy somos como un país que queda al margen de la lógica del mundo. La mayoría que quiere orden está visiblemente superada por quienes lo destruyen sin siquiera necesitar el justificativo de fundar un camino revolucionario. De Kafka aquí, sabemos que nada puede enfermarnos moralmente más que la presencia de lo absurdo contrabandeado como "lo normal".

Sin sueños diarios o sin noción de futuro como sentimiento de continuidad de la vida, se sabe que el hombre enloquece o perece. Un país también. Pese al evidente camino de recuperación económica en el que estamos después del desastre, sentimos la desazón cotidiana de que falta una dimensión de grandeza, de proyecto, de buen sentido.

Derrochamos energía en incidentes, querellas, rencores y agresiones. Lo incidental y lo conflictivo ocupa todos los espacios de lo nacional y hasta de lo internacional. Más allá del Gobierno, la enfermedad es de todo el cuerpo social. Los que reclaman justicia por sus hijos muertos en un accidente, en realidad parecen juntar cinturones para linchar a quienes ya declararon culpables, más allá de la justicia en su acción y opinión institucional.

Los reclamos salariales se transforman en violencias y agresión contra el usuario inocente, como pasa en los transportes y hasta en los hospitales. Ni el amor, ni la tolerancia, ni el sentimiento cristiano logran prevalecer ante la furia agresiva, los insultos a coro. Los saltos y el maldito bombo. (Nunca nos habíamos creído capaces de llegar a ser un país idiotizado?) El estilo fascista de las barras bravas gana las calles de la Argentina.

La muestra más vergonzosa es el destrato a miles de turistas extranjeros, indignados ante la ausencia de Estado y de sus funcionarios, abandonados en los aeropuertos a su suerte. Con estupor vemos cómo una minoría que ni siquiera logró poner un diputado en los últimos comicios, junto con vándalos oficializados, ideólogos vencidos y guerrilleros de dudosa sobrevivencia, logran movilizar la calle y el retumbe mediático, más que la inmensa mayoría y los partidos, incluso el del Presidente. (El Presidente, curiosamente, quiere que lo plebiscite la mayoría, pero sólo escucha a esa minoría con tradición electoral de fracaso.)

Ahora le toca al Gobierno, que acaba de ser consagrado en su gobernabilidad, pasar de la languidez administrativa que correspondería a tiempos normales a asumir la dimensión nacional de una gran convocatoria ante la crisis. Las condiciones internacionales aún nos favorecen y es imprescindible la tarea de dilucidar la Nación que queremos y cómo responder a la realidad del mundo cambiante. Este es el proyecto, que debería nacer de la evaluación multisectorial que constituye la realidad total de la Nación.

Este es el ineludible diálogo nacional que nos compromete a todos para ubicarnos en el futuro. Los lobos retozan en el jardín? La Argentina está intacta en su potencial y tiene todas las posibilidades de riqueza y de integración para transformarse en la potencia regional, en esa nación de naciones que necesitamos para enfrentar un mundo cada vez más duro.

La unidad continental, el Mercosur y la alianza con Brasil son nuestro destino ineludible para tener poder de negociación internacional. Ahora, sin embargo, todo está en manos del Presidente, cuyo poder y gobernabilidad están incrementados después del 23 de octubre. Después de la renuncia de Roberto Lavagna, está sólo, absolutamente solo en su búnker, ya que sustituyó la creatividad autónoma de los verdaderos ministros por el susurro temeroso de asesores jerarquizados.

El Presidente debe comprender que es nuestro mandatario, no nuestro mandante. Todos sus errores y desplantes o sus éxitos en política nacional o internacional los bancará la Argentina, nosotros. Desde la política con los Estados Unidos o con México hasta los falsos cálculos sobre la renaciente inflación patológica o la apertura al mundo asiático. ¿Logrará el Presidente superar su tendencia conflictiva y excluyente para dirigir la etapa imprescindible de gran política que necesitamos en nuestra caída cultural? ¿O perderemos estos años todavía para reubicarnos en el panorama mundial según nuestro proyecto e intereses?

No hay todavía indicios de parte del Gobierno en este sentido. Pero sería ; inadmisible para el pueblo argentino tener que conformarse con la trifulca de patio, con las alternativas y mezquindades que pertenecen más bien al plano de la psicopatología política, en el momento más grave de nuestra historia.

El autor es escritor y diplomático. http://www.lanacion.com.ar/761603

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