sábado, diciembre 10, 2005

El nómade y la siembra, por Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande

El hombre niño vivía tironeado entre el miedo y el asombro. Y cada una de esas realidades las vivía por sí mismas; desconectadas las unas de las otras.

Cuando el trueno bramaba, acurrucado en su caverna temblaba por su vida. Toda su vida se refería a la tormenta en ese momento.

Cuando el sol aparecía, olvidaba el vendaval y gozaba del fresco aire y de la luz.

El hombre niño era recolector. Dividía a los árboles entre frutales y silvestres, según le dieran fruta o no. Distinguía a los animales entre mansos y salvajes. Llamaba manso al animal que lo acompañaba, y salvaje al que le huía o lo atacaba.

No. No era un turista. Se sentía menos importante que la tierra, a la que no sentía como amante sino como madre. No era un turista, era un nómade. Vivía de la búsqueda: por eso florecía en asombros y se marchitaba en angustias. Vivía de lo que encontraba y por eso trashumaba por la tierra en busca de frutos, raíces y semillas.

Gozaba y sufría al ritmo de sus hallazgos y de sus decepciones. No comprendía el porqué de la dureza del carozo encerrado en el dulzor de la fruta madura. A veces, presionado por el hambre al final de los inviernos, volvía a buscar el carozo y se entristecía al encontrarlo germinado en tallo, inútil ya como alimento. Y se iba decepcionado sin entender el sentido del carozo. ¡Cuántas veces malgastó frutas y desperdició semillas, porque tenía ya el hambre saciada! Pero la tierra madre velaba por su hombre niño, y recogía esas semillas y esas frutas mordidas a medias, para hacerlas germinar en nuevas entregas.

Tal vez haya sido su decepción hecha experiencia frente al germinar de los carozos; tal vez haya sido el hambre o su recuerdo en los días de abundancia. Lo cierto es que a medida que iba creciendo, el hombre niño se fue aquerenciando en la tierra. Se dio cuenta de que podía ser algo más que recolector. De que si sembraba una semilla, luego de la espera tendría allí un puñado de semillas; de que si regaba una planta, la planta florecía. Comenzó a realizar actos de fe en la tierra; y sembró esa tierra con amor y tuvo en ella esperanza.

Y el hombre se hizo agricultor y sedentario.

Ya no buscaba semillas en la tierra; sembraba la tierra con semillas y aguardaba las cosechas. Conoció que la tierra tiene sus ciclos, y aprendió a respetar los ciclos de la tierra. Y se dio cuenta de que eso tenía que ver con las estrellas. Mucho tiempo después, cuando se convirtió en navegante, descubrió que su tierra también era como una estrella. Que también él navegaba en los espacios, habitante de una estrella.

Porque lo importante, lo que alimenta a un hombre que ha crecido, no es la habilidad para encontrarle sentido a la vida. Lo que importa es ponerle sentido a cada acontecimiento de nuestra vida. Dios nos ha regalado una semilla: su Palabra. Su palabra para nosotros; su plan concreto para sembrar nuestra vida. A nosotros nos toca, bajo su mirada buena, sembrar de sentido los acontecimientos de nuestra vida, que marcha hacia la trilla violenta de la muerte, donde lo que perdurará será la semilla, teniendo que abandonar el rastrojo que hasta allí la hizo posible.

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